Foto: Sergio Méndez

Mientras sus señorías nacionalistas Ana Oramas y Pedro Quevedo maniobran en el Congreso de los Diputados del Estado español para honra y beneficio de sus paisanos isleños de ultramar, en el Parlamento de la calle Teobaldo Power el arrorró entontece a más de uno con la majadería de los dos lienzos del pintor palmero Manuel González Méndez que decoran el testero presidencial del Salón de Plenos. Y en estas se aprueba por unanimidad una proposición no de ley, defendida por Juan Manuel García Ramos, en la que se pide que en los museos de arqueología de por aquí se creen secciones especiales para informar de la conquista de las Islas desde la perspectiva de vencedores y vencidos. Un guiño del catedrático de Filología al libro Visión de los vencidos del mexicano Miguel León-Portilla, quien rescató relatos de los indios de Tenochtitlan, Tlatelolco, Chalco y Tlaxcala en contraposición a la historia oficial contada por el victorioso Hernán Cortés.

Todo suma. Con altura de miras, serenidad y rigor historicista, los contrarios enriquecen. No tenemos por qué esconder una cara de la moneda. Como no lo hacen los historiadores de la Universidad de La Laguna Antonio Tejera o Miguel Ángel Clavijo, este último, también, director general de Patrimonio del Gobierno autonómico. Eso sí, ninguno de los dos habla de “genocidio” o “historia triste”, apreciaciones escuchadas, alegremente, por ahí. Analizar el enfrentamiento armado entre castellanos y aborígenes canarios desde una perspectiva maniquea es no tener pajolera idea. Es mear fuera del tiesto. Es ser muy ignorante y atrevido. Aliarse a estas alturas de la película con el mencey Bencomo frente al adelantado Alonso Fernández de Lugo es jugar a la guerra. Es apreciar la Matanza de Acentejo como victoria y la Victoria de Acentejo como matanza. Es sentirse cartaginés, fenicio, troyano, suevo, vándalo, alano, burgundio, visigodo… en la Unión Europea pos-Brexit de Ángela Merkel, Emmanuel Macron y Mariano Rajoy.

En toda invasión se origina un encontronazo entre dos pueblos, de los cuales el más fuerte acaba introduciendo su forma de vida. Al tiempo, la identidad y el número del sometido se reduce de forma considerable a través del propio conflicto bélico, las epidemias que se filtran, el desgano vital del nativo, los posibles abusos que se cometan y el reacondicionamiento sociocultural y económico. Los guanches de Tenerife y demás aborígenes de Canarias, como tantas y tantas poblaciones a lo largo de la historia, se batieron en suerte contra los castellanos, al igual que podían haber tenido enfrente a holandeses, ingleses o portugueses. A más de quinientos años vista del plante de la cruz en la playa de Añazo, tomar partida por la armadura o la piel de baifo es anacrónico y fútil. Sufrimos y placemos con la realidad de este tercer milenio, el cual, en Canarias, se enriquece (alegrándonos) con elementos étnicos y culturales vernáculos. Lo demás son pamplinas, ganas de marear la perdiz y generar polémica que tanto gusta a los medios de comunicación.

Los populistas reaccionarios o ideólogos trasnochados se arriman (estrategia), muchas veces, a medias verdades, a leyendas negras, verbigracia, la del dominico Bartolomé de las Casas, hoy puesta en solfa, para nublar la realidad. Por eso, cuando mi colega universitario y vecino de despacho, el diputado Francisco Déniz, anuncia que su grupo (Podemos) está preparando una iniciativa para que se oculten los cuadros de marras, descritos, además, por Alberto Darias Príncipe, como uno de los mejores ejemplos de pintura de historia en Canarias, mi racionalidad (alguna tengo) se pasma. Paco, ¡vétete por ahí!

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