Ilustración: María Luisa Hodgson

El hartazgo está más presente que nunca y los opinadores, de todo género y condición, obnubilados por el convencimiento, revolotean inagotables en el balcón de las plataformas sociales y demás piquetes. Se retroalimentan en la idea. Son los de siempre y calientan cascos a imberbes universitarios del Spanish Revolution. Consumen vida en mensajes incendiarios que comparten los churumbeles. Es la ciénaga que alientan políticos vergonzosos, periodistas serviles y no creíbles, y agitadores de la kale borroca. El calificativo intemperante se repite una y otra vez en el tuit, en el muro y en la piel. Los adoctrinados se rasgan las vestiduras y sueñan en pasquines de no pasarán. Los ultras y los kichis se revuelven con los indepes y los cachorros del CDR. Y los encapuchados apalean al “español de mierda”. La calle es nuestra y el sopapo, también. Descerebrados, como las barras bravas, aunque estos grupos de puteadores, pobres boludos, no miran más allá del penal y de las conchas de sus madres. Es el drama del fútbol argentino, pero fútbol al menos. Entendiste. Porque aquí, en España, los tarados meten la ideología hasta el tuétano. Y los carga el diablo. Por eso no se les ve en la plaza de la Luz de Los Silos. Viven en la penumbra. No alcanzan al sosiego ni a pensar el aire que respiran.

Inmerso en el XXIII Festival Internacional del Cuento de Ernesto Rodríguez Abad, Benigno León, Tatano Cordovés y tantos otros que soplan el viento, el periódico La Tarde (1927-1982) destapa los cuentos del sábado que publicó en el convulso 1936 de nacionales y rojos. Las páginas dan pie a que Domingo Pérez Minik escriba que estas narraciones breves son necesarias en momentos de encrucijada. El cuento, dice, “es un desplegarse a la hora del sol, de la pluma multicolor, a la leyenda”. El escritor tinerfeño Rafael Arocha tampoco oculta el desazón que supone la Guerra Civil y confía en un hombre que, cansado de la monotonía de su vivir, desesperado, eleva sus ojos a la altura, porque sueña con las estrellas, “ya que aquí no hay paz”. Son palabras de esperanza en medio de la trinchera y de un españolismo sufridor que se enriquece en el llamado cuento regional “ante los actuales acontecimientos que cubren con un manto de tragedia y de dolor el suelo de la patria”.

Las letras sabatinas del periódico que fundasen Matías Real, Francisco Martínez Viera y Víctor Zurita retratan, 82 años después, un nuevo enfrentamiento de bandos. La Transición enterró las dos Españas, pero hay quienes, inconscientes, avivan brasas innecesarias. Pasan por alto el magnífico anuncio producido por el Congreso de los Diputados para conmemorar la Constitución de 1978, en donde Germán Visús (franquista) y José Mir (republicano), veteranos que se enfrentaron en la sangrienta Batalla del Ebro (cerca de veinte mil muertos), convienen con afecto que aprendieron a hablar hace cuarenta años. Los que tenemos medio siglo a las espaldas también aprendimos a hablar en la bisoña democracia de los setenta y ochenta, manchada con la feroz sangre de ETA, y no necesitamos, ahora, a iluminados recalcitrantes que, como apuntaba hace unos días Carmen Rigalt, tiñen de ira la libertad.

El encuentro entre el Vespertino y el mundo literario es propicio para que el editorialista reivindique a los cuentistas Benito Pérez Armas, Miguel Sarmiento, los hermanos Millares, Ángel Guerra y Francisco María Pinto, no exentos de la influencia castellana, andaluza, gallega, extremeña, catalana… pero eminentemente representantes, como el alma canaria, de la tradición europea, “lo mismo en los habitantes de las playas calcinadas de hiriente luz y rocas coloridas, que en los de los valles umbrosos de Tenerife y La Palma”.

En este caminar machadiano refrescan las narraciones de Héctor Ruiz Verde, los compases de Cecilia Domínguez, las palpitaciones en flor de Yoshi Hoki, los callejones y bibliotecas de María Kapitán y las alegrías (me acerco a La Laguna) de Ros Jiménez, la diseñadora de bisutería y complementos que, con más de cincuenta puntos de venta en España y Portugal, celebra, entre anillos, collares, pendientes y pulseras el frescor de una década con Roselinde, la marca con garbo que viene del Viejo Continente, esos aires occidentales que nutrieron a los intelectuales isleños del primer tercio del siglo XX, algunos, habitantes de Gaceta de Arte (1932-1936), la revista que dirigió Eduardo Westerdahl.

Tenerife surrealista que se grabó en papel y en lienzos, y ahora se inventa para la vanguardia del adorno en creaciones originales, personales, exclusivas y, en ocasiones, personalizadas. Búsquedas de inspiración que se traducen en piezas únicas que cogen forma en combinaciones de organza, cristal, piedra, porcelana, cuero, perlas, pompones de rafia y crochet, semillas, huesos, conchas, madera, granito, metal… Confecciones mágicas, diversas, ricas y maravillosas que cautivaron (imaginemos) a la Princesa Rana y a la hija del cosaco, aquella joven que robó los corazones de Massolaima-el-Asvab y su hijo Tolaik Algalla, que fue kahn de Crimea.

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