Nadia cuidaba, celosamente, las plantas del patio de su casa en Valle Gran Rey. Las regaba, caída la tarde, con la asiduidad y sabiduría de quienes llevan toda una vida velando por el patio de su casa. Las plantas, como las personas (y los animales), son agradecidas si se las trata bien. Y aquella vegetación (crotos, adelfas, jazmines, algún galán de noche…) consentida por las ternuras, respondía al afecto con frondosidad y colorido una vez las flores cumplían con las cuentas. En El Ortigal y en otros nateros agraciados por la frescura, las plantas no requieren excesivos chorros de manguera. Es más, la atención se centra en mantener a raya a las feraces malas hierbas. Bastan varios días de desatención para que el yerbajo campe a sus anchas y manche la tierra apelmazada por las orejas de burro o distraiga el coqueteo de caléndulas y petunias. Sin embargo, con el follaje de las hortensias o flores de mundo no pueden. Levantan auténticas murallas impenetrables con una floración espectacular en verano. Una prima hermana de mi padre se llamaba Hortensia. Vivía en Tegueste y dio su nombre a una casa de comidas que linda con la Carretera General y en donde todavía sirven las mejores garbanzas de Tenerife. Tío Mario, el mayor de los trece de Abuelo Víctor, la frecuentó a menudo. Fue tanto el afecto que le cogió a este municipio entre medianías que hoy descansa, junto a Tía Elsa y Elena, en su arreglado cementerio consagrado a Nuestra Señora de los Remedios.

También atiende al nombre de Hortensia la protagonista de la primera novela del catedrático de la ULL Gonzalo Ortega (Teror, 1954), El patio de las flores, uno parecido, supongo, al de mi suegra Nadia, que falleció demasiado pronto. Eso aconteció, me dijo alguien del pueblo chalanguero, porque era una persona buena y no tenía por qué seguir viviendo para corregir maldades.

El distinguido filólogo avivó el recuerdo gomero en el Instituto de Estudios Canarios una tarde-noche de esta semana. La presentación del libro fue propicia para sentir, de nuevo, como el frío de las calles de La Laguna cala en los huesos si se va desabrigado y se olvidan aquellas altas horas en Heraclio Sánchez. Pero el pelete (entrañable, en el fondo) compensa cuando minutos antes se han compartido palabras vivas y no congeladas. Lo de la vitalidad y el congele lo dice el profesor Humberto Hernández Hernández, que presenta la obra junto a su colega Benigno León. Entre filólogos anda la cosa. En la acogedora sala de la segunda planta de la casa-granero de Ossuna (siglo XVII) los sembradores de letras son unos cuantos: Daniel Duque, Juan Manuel García Ramos, Antonio Lorenzo, Miguel Martinón, Marcial Morera, Nilo Palenzuela, Ernesto Rodríguez Abad, Andrés Sánchez Robayna, Manuel Torres Stinga… y el afrancesado José Manuel Óliver.

Resulta que HHH y León destacan la aportación que hace Ortega al mejor conocimiento del patrimonio lingüístico canario, normal, pues la obra valora el habla rural, como la que se cose en el interior de Gran Canaria. Nostalgia a unos modos que, cada vez más, devora el prepotente urbanocentrismo que desconoce, por decir algo, el palabro carnero, tanto el macho de la oveja como la chuchanga grande, caracol que, por cierto, abunda en Guamasa, Agua García y demás parroquias de neblina y manta esperancera, la que lleva el mago en días de biruje. Hace tiempo me informé de la crianza de estos gasterópodos (helicicultura). Las granjas de engorde son un buen negocio. En Agüimes te chupas los dedos si los comes en salsa con vaso vino. Y el queso (blanco o tierno, tanto da) que no falte. Alcibíades, el que escucha atento los soliloquios de su vecina Hortensia (reproches, sobre todo, a su difunto marido), seguro que se ha mandado más de un plato en el barranco de Guayadeque.

Aunque Gonzalo Ortega no soporta la maledicencia, tan característica de los pueblos, sus trasiegos camperos para completar el catálogo de gentilicios canarios y demás referencias sobre fraseología, canarismos o toponimia ahondan el amor que siente hacia la sabiduría popular que alimenta la rica modalidad del español de las Islas. El investigador, habituado a recoger expresiones, registrarlas y envolverlas de estudio, arrima la sociolingüística a su narrativa consciente de que hay que velar por las maneras de ver la realidad a través del léxico. Ya lo hizo, en su momento, por ejemplo, con Cuentos de vecindad y otras historias. Reclamar la cultura del esfuerzo y de la solidaridad desde el sacho y el lebrillo, desde la tradición de la aldea, es un ejercicio que le agradecemos.

Pasan los soles y los enredes, y en La Corujera, en los altos de Santa Úrsula, nos sentamos a almorzar en el entorno de un patio con flores. Hay geranios, aperos de labranza y, cerca, una viña en espaldera. Y gallinas, un gallo y un cochino negro. Reivindicamos sin patrioterismos y salen a colación relaciones de pareja, conflictos sociales y políticos, la influencia de la religión, costumbres, saberes, maguas y brindis. Empapes (literarios) que se graban y escriben.

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