Un compañero de profesión ponía en solfa recientemente eso de que “perro no come perro” al escribir en Facebook que “llevar ese axioma hasta las ultimas consecuencias ha supuesto que caraduras, pone manos, ladrones… se hayan deslizado por él con total impunidad ante la vista de todos, enmudecidos con perplejidad vergonzante, poniendo a los pies de los caballos al resto de los periodistas que se han metido en esto para ejercer la profesión con –al menos– el mínimo de honestidad requerido por la Constitución española”.
En sintonía con su comentario, estamos en el momento idóneo para que los periodistas dejemos de mirarle las pajas (muy grandes, por cierto) a los políticos, y nos ocupemos también de las vigas que sostuvieron (y sostienen) a demasiados colegas durante todos estos años de corrupción y malgasto.
Ahora salimos a la calle, cargamos contra los mismos que nos dieron de comer y aireamos, por ejemplo, las vergüenzas de las televisiones autonómicas y sus servidumbres propagandísticas porque nos va el pan en ello. Antes, en cambio, cuando había tarta para todos, callábamos. ¿Dónde queda la responsabilidad social del periodista?
No nos engañemos. La necesidad pública de las costosas televisiones públicas en los territorios autonómicos para defender identidades públicas y demás pamplinas no se la cree nadie. Y los periodistas, menos.
En la Transición española pocos se rasgaron las vestiduras cuando la extinta UCD suprimió por ley, el 13 de abril de 1982, el Organismo Autónomo de Medios de Comunicación Social del Estado. La llamada Prensa del Movimiento caía en los primeros años de la nueva etapa democrática con el convencimiento de que era lo más saludable.
Luego, el Estado de las Autonomías, el manejo de altos presupuestos, la connivencia entre políticos y periodistas y la falta de ética profesional, trajo los lodos de los que hoy, a duras penas, intentamos salir…
Probablemente, es hora de que los periodistas incluyamos al perro en nuestro menú de control al poder político.