Manuel García Morente se convirtió al catolicismo en París escuchando La infancia de Cristo de Berlioz. Su ateísmo se quebró con el oratorio del compositor francés la noche del 29 al 30 de abril de 1937. Exiliado a causa de la Guerra Civil, el filósofo español apartó su humanidad tremendamente lógica para abrir el corazón al espíritu, al sentido de la existencia, a la trascendencia que le había sido esquiva. Y se replanteó la realidad. Quizás lloró como un niño, frágil, como un niño, solo, en el quicio de la ventana, quebrado por el entendimiento que vocifera.
De igual forma, el Requiem de Mozart sobrecogió hace años. Más de veinte. Fue en un palco del Guimerá con Víctor Pablo Pérez y la Orquesta Sinfónica de Tenerife. Asentó querencias y bendijo, desde la muerte, una historia de alientos, como La mamma morta de Umberto Giordano que canta María Callas: “¡Sigue viviendo. Yo soy la vida… Yo soy el amor, yo soy el amor!”, exclama un desahuciado Andrew Beckett (Tom Hanks) en Philadelphia.
La oscuridad no se entiende sin la luz, como el mal sin el bien, que discerniera Tomás de Aquino. Podrían ser acepciones autoantónimas que perturban y que aúnan contrarios. Y, entonces, los ojos se rasgan en la butaca del cine cuando a Oskar Schindler (Liam Neeson), tembloroso, se le cae al suelo la alianza que le entregan sus judíos con la inscripción: “Quien salva una vida salva al mundo entero”. Y John Williams arrulla la desesperación y la esperanza. La extrema crueldad y la caridad.
Y el corazón se estremece de nuevo con el Adagio for Strings de Samuel Barber en la selva del Vietnam ante la agonía del sargento Elías (Willem Dafoe) o con el llanto redimido y mortificado de Rodrigo de Mendoza (Robert de Niro) en la misión jesuita de las cataratas del Iguazú. Ennio Morricone compone para el orbe terrenal de los guaraníes. Secuencias de cuerda y oboe que narran desintegraciones vitales y que, a su manera, se repiten en el asfalto de la gente corriente de Robert Redford y el Canon de Pachelbel. Miserias y heroicidades de aquí y allá que pasan a un segundo plano cuando el huracán Matthew brama en las Antillas o el enjambre sísmico en la falda del Teide pone en guardia al Gobierno de Canarias y al Instituto Geográfico Nacional (por si acaso). Porque el universo absoluto y sus caprichos cercanos continúan siendo inescrutables pese al cacumen de Stephen Hawking y los esfuerzos astrofísicos de Garik Israelian por acercarnos los astros y constelaciones en medio de agujeros negros y nubarrones que tambalean la cuarta edición de Starmus, el festival en donde Hans Zimmer recreó el infinito sónico. Y más allá.
Con el compositor tinerfeño Diego Navarro la música también está próxima. Con él, y otros como él, es más fácil atrapar banderas y desnudar pasiones. Hace diez años creó Fimucité y sus acordes, todavía recientes, nos han transportado a las estrellas, esas mismas de Interstellar. Y su destello viaja desde el cielo hasta la Tierra Media de Tolkien y Howard Shore junto al primer violín Pedro Mérida y un eficaz plantel de maestros. Su partitura digital reúne un sinfín de sentimientos que se revelan en la gran pantalla y sobre el escenario. Y en la mente de tantos y en los anhelos de tantos, esos regalos inspiradores que se escriben con notas evocan instantes plenos alejados del ruido, cansino. Es la magia ilusionante del pentagrama de Diego Navarro.