Juan Carlos Díaz Lorenzo

No soy hombre de mar aunque crecí a la orilla del Muelle de Ribera, el mismo en donde atracaban el Ciudad de La Laguna, el Villa de Agaete, el J.J. Sister y el Manuel Soto, muy cerca de la Farola y de la Marquesina. Y de los laureles de Indias. Y de los Paragüitas y del limpiabotas que ya no están. Por estos apegos de infancia y por el familiar amor al puerto que se hereda de padres a hijos, la bahía de Santa Cruz que reposa a la sombra de la cordillera de Anaga se lleva en la sangre. Y se defienden sus diques que traen riqueza y bullicio a la población, antes a través de tinglados y, de un tiempo a esta parte, con estaciones para distinguidos cruceros que miman a cruceristas que dormitan en camarotes con vistas al océano. Y también se amarran a los noráis malcaradas plataformas de apostura industrial que traen efectivo, barcos Ro-Ro que cargan y descargan, y rápidos catamaranes que nos acercan a Agaete y a su muñón divino. En ocasiones, contemplamos la estampa de apuestos veleros de recreo o buques escuela que inundan de impolutos uniformes blancos la calle del Castillo. Las queridas fragatas Danmark y Libertad, el cercano Juan Sebastián Elcano o el exótico Cuauhtémoc visten el litoral con sus velámenes, mástiles y botavaras.

La isla volcánica de malpaís, de laurisilva cuaternaria, sombría, húmeda y encantada, de pinares tersos y recios, de alta montaña de violeta y tajinaste, tiene en Santa Cruz a una ciudad comercial que quiere huir de la haronía en pos de un pálpito gozoso de bandera turística. Mercaderías de una capital que nunca ha renunciado a su perspectiva de olas y espuma, porque su costa corre de Sur a Norte. Y sus callaos y arena negra conviven con piscinas de parque marítimo y arena blanca de desierto africano que el viento mueve de aquí para allá, especialmente en días turbios marcados por una actualidad de pelotazos, mamotretos o quioscos precintados. Marejadas en rocas saladas de pejes verdes, fulas, lisas y pescadores. Unos, de bajura, zarapicos y cofradía; y otros, de caña, carrete, boya y cangrejitos de carnada.

Y en la redacción del periódico aquel de Leopoldo Fernández-Cabeza de Vaca las sirenas de los barcos sonaban potentes gracias a Juan Carlos Díaz Lorenzo, periodista, prolífico escritor e historiador palmero (Fuencaliente, 1959) apasionado, entre múltiples saberes, por su patria chica y el mundo naval. Por eso, tenía que ser él quien dictase una conferencia sobre los cien años de Trasmediterránea en Santa Cruz de Tenerife. La impartió este jueves 16 en el Casino de Tenerife, previas presentaciones de Silvio Pelizzolo, presidente del Rotary Club y cónsul de Italia, y Ricardo Melchior, que no puede estar quieto. Incansable, timonea con habilidad la Autoridad Portuaria con el objetivo de que Tenerife continúe posicionándose como nodo internacional en el tráfico marítimo, presencia esencial que porta prósperas y fecundas brisas desde Europa y América, con rumbo al cabo de Buena Esperanza y tierras de Extremo Oriente, Asia y antípodas. El orbe en una sola carta de navegación.

Las inquietudes de Díaz Lorenzo enriquecen travesías y paradas, algunas, incluso, ancladas en Finlandia, país que honra desde su consulado honorario. “La mar es mi camino”, asienta el colega. Seductor horizonte.

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