Ilustración: María Luisa Hodgson

Desde que el doctor Bernard Rieux tropezó con una rata muerta en el rellano de una escalera hasta que la ciudad de Orán celebró con festejos el final de la peste, muchas penurias acontecieron en la ciudad argelina que fue española, turca y francesa. Pero la alegría de los oraneses fue efímera. Las desdichas, tarde o temprano, vuelven. Es la fragilidad del ser humano. Es la fuerza del sino que precipitó a que don Álvaro se arrojase a un precipicio, tras la muerte de doña Leonor, en medio de un grito desesperado: «Soy un enviado del infierno, soy un demonio exterminador». Es el destino, escrito o no, siempre avizor al fatal desenlace. El existencialista Albert Camus lo tenía claro. Y su bravo galeno, también. Sabía que la muchedumbre ignoraba “que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa”.

Santa Cruz de Tenerife, ajena a la ficción de la narrativa, ha sufrido, de igual forma, males parecidos. En 1862 la fiebre amarilla llegó a bordo de la fragata Nivaria, procedente de La Habana y de la isla del Nublo. Una real orden declaró sucios todos los puertos del Archipiélago y fallecieron 540 personas, dos de ellas, describe María Rosa Alonso en el libro En Tenerife, una poetisa, víctimas, entre otros padecimientos, de dolores agudos en la frente, fiebre alta, sed intensa e inquietud general. Luego, en 1893, una epidemia de cólera (murieron 382 almas) empericó a la heráldica de la todavía única capital canaria el título de Muy Benéfica. El irreprochable comportamiento de su población atribulada mereció el honor.

La historia nuestra y ajena no está exenta de calamidades. Aunque de ellas se sale, incluso cuando existe un vicepresidente con coleta y ansias de protagonismo que se salta la cuarentena en la zona cero del COVID-19 y bendice caceroladas contra el jefe del Estado. Ventajas de tener un patrón pusilánime preso de su alabanciosa gloria. Mentecatos. Aconteceres levantiscos en el seno de una alarma que, para Angela Merkel, supone, desde la Segunda Guerra Mundial, el mayor desafío para su país. Unión y solidaridad teutona (ejemplarizantes) frente a quimeras casposas de hoz, martillo y arepas revolucionarias. ¿Y con estos bueyes queremos banderas republicanas?

Ya habrá ocasión para enarbolar y exigir responsabilidades. La tempestad habrá escampado y los helicópteros de las FAMET, como valquirias cabalgando en el apocalipsis bélico de Coppola, aplacarán vuelos sobre la dorsal de Pedro Gil. Las hermosas guerreras vírgenes serán, entonces, apacibles folelés en las charcas de Erjos y Afur, ajenas a la recesión que se avecina. Porque el coronavirus trae, igualmente, grises nubarrones de crisis económica. Hay quienes hablan (agoreros) de la mayor de los últimos siglos. Paciencia. Confianza. Además, el amor verdadero en tiempos de azote es posible. Lo vivieron Fermina Daza y Juvenal Urbino en el imaginario próximo de García Márquez, y Buttercup y Westley en La princesa prometida. Como desees.

Cortejos románticos y conductas virtuosas en miles de semejantes (anónimos y no tanto) que llenarán sus casas y empresas de corazones, margaritas y caras sonrientes. Con seguridad toparemos con descubridores de castillos propios levantados sobre pilares de sal y arena. ¡Viva la vida! Enmienda. Llanto, risas, espera, congoja, un abrazo… Y veremos de nuevo a la canciller alemana caminar por un sendero de La Gomera al amparo de Gara y Jonay. Será el día después. Y habremos aprendido, junto al doctor Rieux, que en el transcurso de las plagas hay más cosas dignas de admiración que de desprecio.

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