Ilustración: María Luisa Hodgson

Tras estrenar la película El escándalo de Larry Flynt (1996), su director, Milos Forman, declaró que no sabía si el polémico editor norteamericano era un loco, un saco de mierda que se escondía detrás de la Primera Enmienda o un arribista que trataba de incrementar la venta de sus revistas. La duda, no obstante, aúna el perfil poliédrico de un personaje que, gracias a la pornografía y al sensacionalismo, se ha erigido en adalid de la defensa a ultranza de la libertad de expresión. Y se le reconoce, especialmente, después de que el Tribunal Supremo de Estados Unidos fallase a su favor en 1988 al considerar que pese a que un mensaje pueda considerarse ofensivo o desagradable, no es razón suficiente para suprimirlo. Aun así, por fortuna, el Código Penal vela para que no se transgredan los derechos que vertebran la sociedad democrática. La Ley, entonces, no protegería actuaciones que atentasen, por ejemplo, contra la infancia. La conclusión es clara: que la magistratura dirima la controversia, no quienes, desde actitudes reaccionarias e intolerantes, cuestionan hechos y opiniones libres, o disponen, desde el argumento ad hominem o la potestas, lo que está bien o mal. Frente a estas maneras, la loable autoritas, que no se pavonea ni cacarea ni desprecia, siempre es referencia.

La vida es verla pasar como una estrella fugaz, cantaba, slowly, Luis Eduardo Aute. Y en ella la naturaleza mundana cobra factura. Gestos elocuentes. Todavía rechinan las descalificaciones de Donald Trump hacia el colectivo periodístico, el “enemigo del pueblo”. Ventajas que da la supremacía del dinero, licencia soez para lanzar exabruptos a troche y moche. Pero el bocazas multimillonario es ahora, también, el ser humano más poderoso de la Tierra. Fauces más abiertas para devorar y brazos más extensos para destruir el libre pensamiento, la palabra hablada y escrita. Ya lo advertía a finales del XVIII el estadista John Adams. Sordideces insaciables que se reproducen en la España del XXI de un tal Tezanos al intentar cruzar una frontera que defendemos. La pregunta número 6 del último sondeo del CIS plantea, sin tapujos, prepotente, la mordaza: “¿Cree usted que en estos momentos habría que prohibir la difusión de bulos e informaciones engañosas y poco fundamentadas por las redes sociales y los medios de comunicación social, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales, o cree que hay que mantener la libertad total para difusión de noticias e informaciones?”. ¿Verdad única propia de un gobierno autoritario? Y en la indignación, fortalece el replanteamiento del exdirigente socialista Eduardo Madina: «¿Cree usted que el derecho a la información y la garantía de unos medios de comunicación libres son principios democráticos fundamentales que deben seguir siendo protegidos por nuestra Constitución?».

Sentimos que Pablo Iglesias, persistente en su rechazo a las empresas informativas privadas, está, cada vez más, entregado a la propaganda neocomunista. Sentimos que el vicepresidente segundo ha saltado al escenario del maltrecho instrumento sociológico de Pedro Sánchez. Viva la revolución. Sentimos que el líder de Unidas Podemos aprovecha el estado de alarma para avanzar en la estrategia de recortar libertades y enjaular a lo que él llama “ultraderecha política y mediática”. Sentimos que cree el ladrón. Las noticias falsas (lo sabes, canalla) no son exclusivas de este o aquel. Son supercherías desestabilizadoras que producen y escupen al aire, entre otros emisores, todos los partidos, todos, sin distinción. Equipos de plumillas a sueldo, troles e incondicionales al acecho de la presa infunden terror en tiempo electoral, calma y pandemia. Sentimos que perdemos la belleza… Es el precio que pagamos para proteger a una basura como Larry Flynt o para cantar, libre, un himno libertario aunque no quiera oírse. Ya lo dijo, o algo así, Orwell.

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