Ilustración: María Luisa Hodgson

La primera vez que tuve conciencia de la existencia de Panza de burro (el libro, no las nubes sobre el canarión) fue en un tuit alabancero de la profesora Lara Carrascosa, que devora libros. Después, colegas entendidos de la Facultad me hablaron de él. Y le pusimos cara a la autora, Andrea Abreu, que fue alumna nuestra. Luego, leí la crítica que le dedica Luis María Ansón (con tilde) en El Cultural. En verdad el apellido del periodista no lleva tilde, pero no recuerdo que nadie diga Anson. El texto del colega, que fue mi director en La Razón y también es académico de la lengua, no aparca frases lisonjeras: “(…) un relato bellísimo en el que hay candor y abandono y hay ternura”. En siete párrafos repasa la primera novela de la tinerfeña que nació en El Amparo (“un pueblo siempre nublado”), en los altos de Icod de los Vinos. Con Ansón debo usar el diccionario. El instruido cabrito emplea algunas palabras que desconozco (exangüe). Y a veces tengo que releerlo pausado para alcanzar el significado: “Todavía está lejos Andrea Abreu de conversar con la prostituta azul convertida en lóbrega puta, que se bebe las estrellas y las escupe luego sobre la sociedad inhóspita”. Y Ansón, cazador cazado, escribe en su crítica que ha tenido que recurrir al diccionario para adentrarse en el mundo corriente de dos adolescentes del Tenerife profundo. Que lo hay como en todas partes. Decenas de canarismos y vocablos indepes escapan a su comprensión: garimba, burgado, brumasera, calufa, solajero, piche… Tanto va el cántaro que, al final, Panza de Burro cae en mis manos. Me lo prestan por unos días para devorarlo en un santiamén, aunque me lo compraré. Quiero tenerlo para marcarlo con pósits y coger recortes. Los libros, como tantas otras cosas, no se prestan. Lo normal es que no tengan vuelta. No es el caso. El lunes devolveré al prestador mi primer Panza de Burro, que ha sido como un cachetón a la rectitud lingüística, al emperifolle carpetovetónico, al “vulcán dormido”. Rienda suelta. Difícil hacerlo bien. El realismo horizontal, sin veladuras, de Andrea, raja piedras con eficacia, desparpajo y encanto.

Desde que Héctor Abad Faciolince absorbiese el tiempo con El olvido que seremos, no me había abstraído tanto con unas páginas entre las manos. Será el apego meridional y las historias próximas, íntimas. Y ahora resulta que Fernando Trueba presenta la película de la reconocida obra literaria con Javier Cámara en el papel protagonista porque su rostro le recuerda a mí papá, dice el escritor colombiano. Sería una delicia ver el largometraje en el Cine Víctor de Eladio Fraga y Marrero Regalado. Los amores que calan erizan mejor la piel en butacas vintage y en plateas monumentales, como esas del Buenos Aires escénico, literario, contestatario, sufrido, universal… que estos días ha llorado a Quino, que se llamaba Joaquín Salvador Lavado, el padre de la niña Mafalda que ama a los Beatles y defiende los derechos de la infancia y la paz y la democracia frente a la guerra y la dictadura. Y aborrece la sopa. A Isora, en Tenerife, por cierto, le repugna la “jedionda” sopa de cebolla.

En la esquina de las calles bonaerenses Defensa y Chile, en el bohemio barrio de San Telmo, la pétrea Mafalda reflexiona hoy más que nunca en la humanidad. Sentada en un banco junto a Manolito y Susanita, entre flores de duelo, llora por su creador y porque los vaivenes de aquí y allá siguen jodiendo la pavana. Si por ella fuera institucionalizaría el rincón de pensar. Si por ella fuera haría piña con García Márquez y prescribiría a las personas adultas, esas que al crecer pierden el uso de la razón, la Quinoterapia, lo que más se parece a la felicidad.

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