Al poeta y arquitecto Joan Margarit España le regaló el español. Y le regaló, además, Tenerife y su capital durante los años cincuenta. Adolescencia en una ciudad que, al igual que otras urbes, superaba ya la difícil posguerra. Bouganvillas, flamboyanes, tuliperos del Gabón, laureles de Indias, palmeras y el tamarindo del Parque adornaban la bella Santa Cruz burguesa del Barrio de los Hoteles y el Quisisana escolapio en lo alto. El joven Margarit encontró su hogar entre casas estucadas de rosa que bajaban hasta el Puerto y bajo la mirada de mujeres que ponían almohadones encima del alféizar para apoyar los brazos. Recuerdos en verso que el premio Cervantes de 2019 escribió en el poema La isla misteriosa. Recuerdos de ínsula coetáneos a la novela que Carmen Laforet ambientó en la vecina Las Palmas (La Isla y los demonios, 1952). Canarias en el imaginario. Rompientes que trascienden e historias que quedan en el bajío. Veranos que no cicatrizan, promesas de canícula que se lleva el Alisio. Veranos en Tenerife evocados, igualmente, por la habanera Dulce María Loynaz junto al Taoro, las acuarelas de Bonnin y el Puerto de la Cruz. Seducciones que calan, querencias cálidas, esencias a sal costera, tabaco, tierra y sudor. Malagueñas, folías y aires de Lima en La Alameda. Complicidades liberales en la tertulia del Café La Peña con pitillo, chaleco, sombrero y entrelíneas. Memorias que te cuentan y asientan para siempre. Margarit exhorta a no tirar las cartas de amor: “Caerán los años. Te cansarán los libros. / Descenderás aún más e, incluso, perderás la poesía. / El ruido de ciudad en los cristales / acabará por ser tu única música, / y las cartas de amor que habrás guardado / serán tu última literatura”.
Joan Margarit nació en Sanaüja, Lérida, en 1938, y vivió en las afueras de Barcelona inseparable a libros y cálculos de estructuras. Mi padre, Rafael, también es del 38 y hoy vive, sonríe, se mece las manos, masculla y serena los días en su piso de la plaza Isabel II, la que enseña a la Farola del Mar una fuente neoclásica con cinco caños en forma de cabeza de león. Fue mi padre, Rafael, quien abrió Barcelona a mi casa. Fue él quien sembró el afecto a Las Ramblas con sus flores y el gusto blaugrana. Sus viajes a la Ciudad Condal trajeron al drago aromas de Montserrat y artes gráficas para que Tenerife oliese a retama y tinta. Fue mi padre, Rafael, quien sentó las bases para que este articulista fuese feliz en Barcelona durante una semana, para que el aire del Mediterráneo golpease la cara navegando en golondrinas y el Holandés errante de Wagner fijase romanticismos en tres actos en un palco del Liceo. Fue en Barcelona donde los perenquenes y los prácanes descubrieron las salamanquesas del Parque Güell. Fue en Barcelona donde los toros y toreros de Picasso mostraron bravura en medio del gótico. Aun separado, la estocada aquella punza: “La casa se abre a una acera / donde no me espera nadie. / Aquí sin ti. Un extraño. / Fue aquí donde me extravié. / Paseo sin mí, contigo”. Margarit loa la vida desconocida, esa que se vive sin ti, a tu lado.
El poeta conoció la soledad (enterró a dos de sus hijas, Joana y Anna) y pegado a su patria nunca supo dar respuesta a la independencia. Duele el dolor. Forma parte del Mundo. Resquebraja espitas.
Me duele Barcelona. No puedo olvidar sus golondrinas.
“Te están echando en falta tantas cosas. / Así llenan los días / instantes hechos de esperar tus manos, / de echar de menos tus pequeñas manos, / que cogieron las mías tantas veces” (La espera).
Joan Margarit, descansi en pau.