Ilustración: María Luisa Hodgson

El periodista Javier Sardá se jactó en épocas marcianas de valorar más el respeto de su director de banco que el de sus colegas de profesión. El entonces exponente de la telebasura fue uno de los que abonó el terreno con estiércol para que la droga del cotilleo, la invención y el esperpento, que tanto engancha a inocentes televidentes de variopinta clase y condición, campe hoy en día a sus anchas por los contaminados medios de comunicación hispanos (estrellas de la pequeña pantalla como Pepe Navarro en Esta noche cruzamos el Mississipi y La sonrisa del pelícano, o Mercedes Milá en Gran Hermano, también retozaron en la bazofia).

El talk show y el reality show son tendencia y objeto de interés. El morbo de una sociedad que se enfanga en sus miserias vende muy bien. Somos los que comemos y empresas sin escrúpulos del show business sedientas de pasta no faltan para saciar apetitos lánguidos y sórdidos. Ya no se trata, recurriendo a una de las anécdotas más contadas del sensacionalismo estadounidense, que las imágenes de la llama de un orfanato en llamas sea más alta en una cadena que en otra, sino que la atribulada monja del hospicio llore más fuerte en mi canal. La clave está, como dijo el millonario editor William Randolph Hearst, padre de la prensa amarilla junto a Joseph Pulitzer, en no dejar que la realidad estropee una buena noticia, deplorable aserto que llevó a cabo sin vergüenza en su falaz campaña contra España en la Guerra de Cuba (1898).

Apena que haya mujeres y hombres que pierdan el tiempo (hay tantas cosas buenas que hacer) y se hagan daño con esta roña que envilece. Molesta que se identifique a esta mierda con el periodismo y que personas con el título a cuestas denigren el ejercicio profesional practicando sin mala conciencia la alcahuetería. Hace veinte años, Carmina Ordóñez, pobre carroña en las garras de aves de rapiña con patente televisiva, saltó a la primera línea seudoinformativa al denunciar en plató, tras el pago de una sustanciosa cantidad de dinero, que había sufrido malos tratos por su ex, Ernesto Neira, quien, por supuesto, de la misma manera, chupó cámara y sacó tajada. Ahora la historia se repite y un tema tan serio y sensible como la violencia de género se maltrata de nuevo y se mercantiliza sin rubor por una tal Rociito. El relato, como si de una telenovela se tratase, se oferta en capítulos y protagoniza patéticos análisis en patéticas tertulias. La declaración monopoliza conversaciones mundanas, encharca a la mediocre ministra Montero que celebra el “periodismo feminista” y, lo que es más grave, cabeceras de prestigio entran al trapo e incluyen en sus contenidos la inmundicia que produce Telecinco. La rentable mugre mediática se extiende para satisfacción de Mediaset y de su consejero delegado, Paolo Vasile. Dinero fácil para continuar alimentando a una caterva de correveidiles con la complicidad de audiencia y anunciantes. Porque igual se informa del loable elogio del mérito que de las injurias, arrejuntes, insultos, infidelidades, andanzas… de la fauna que genera la telebasura y, no dejemos de lado, el mundo influencer. Estos últimos grupos pegados a acaecimientos chismosos y sexuales concitan gran aceptación y se viralizan sin dificultad en las vanas plataformas sociales, dando lugar al fenómeno del clickbait o ciberanzuelo. Titulares como “Makoke calienta las redes sociales con su espectacular posado”, “El plantón en la cita final de La isla de las tentaciones que ha revolucionado Twitter”, “María Patiño se hace viral después de recibir el tartazo de Kiko Hernández en su regreso a Sálvame” o “Dulceida incendia Instagram con esta foto en la cama junto a su mujer” son tónica habitual en los digitales. Visto el panorama, no sorprende que la Cadena Ser, por ejemplo, incluya en su portal web una sección de palpitante (y espantable) actualidad: “Últimas noticias sobre La isla de las tentaciones”.

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