Con la canción Te amo de Umberto Tozzi me enamoré de la primera falda. Era un imberbe. Un niño chico que estrenaba bicicleta Orbea en Las Mercedes. Más de cuarenta años después de aquel verano lampiño persevero sobre las dos ruedas. Ahora me muevo en una Lapierre eléctrica. Pagué la Orbea a tocateja con monedas de cinco duros que ahorré dentro de una botella de Fuentealta. Fue en una tienda de Santa Cruz que ya no existe, cerca de Los Salesianos que tampoco existen. La Lapierre la compré no hace mucho en el Supermercado del Motorista de la plaza Militar. Lleva ahí toda la vida.
Pedaleé, de igual forma, sobre una BH de carreras. La rodé un tiempo en Tenerife y en Madrid. En Madrid, a veces, con pasamontañas. Una vez, un coche zeta de la Policía me cortó el paso con excesivo aspaviento. Sucedió en la calle Fuencarral. Me quité el pasamontañas y dos agentes, chulescos, me metieron en un zaguán. Luego me pidieron el DNI y yo les pedí el número de placa. Luego se piraron. Yo me fui a acostar.
En Madrid caminé La Castellana con mi padre. Desde la glorieta de Emilio Castelar hasta la plaza de Castilla. Paramos en El Corte Inglés y le compramos un bolso maravilloso a mi madre. Por la noche nos despedimos en la esquina de Velázquez con Diego de León. Cómo me gustaría no haber perdido aquella fotografía que guardé en un bolsillo. Cómo me gustaría recuperar llantos queridos.
Después de Te amo llegó Gloria, del mismo cantautor italiano, pero no fue igual. No entonteció. Adolescencia, acné y canciones de Los 40 Principales grabadas en cintas vírgenes de casete. Normalmente, los sábados por la mañana en el equipo compacto JVC del Comedor con radio y tocadiscos. En la actualidad escucho en YouTube. Normalmente, cuando escribo y con el volumen alto. A veces, muy alto. A veces cierro los ojos. A veces vuelvo a empezar con la misma canción. Y vuelvo a empezar. Y vuelvo a empezar con los dedos tecleando el teclado.
Mi hija María me regaló el 19 de marzo (onomástica) un tocadiscos vintage. Y un disco de Queen con Bohemiam Rhapsody. Mamá, desearía que soplara el viento… La aguja surca vueltas y más vueltas sobre el vinilo. Home again. La arruga es bella.
F. R. Davis y su éxito Word dispararon sentimientos en primero de Bachillerato. El Teobaldo Power ya no es lo que era y no sé si sigue el Cafete Unamuno. Las palabras, entonces, no eran fáciles. Hoy continúan enredando y contando historias. Y se han erigido en compañeras y cómplices de enseñanzas, barruntos, aproximaciones, dudas (tantas) y maestrías. Lo mucho que dan. Y quitan. Sopa de letras.
Las estaciones se cubren con renuncias y fragilidades. Y bailas un vals que no cuidas porque te crees que no pasará. Y pasa. Travesías con niebla que atempera el tequila. Caminante. Lluvias que calan y de repente, un fogonazo. Nómadas, cantaba Battiato entre los claroscuros que transitan el sentimiento. Peones morunos y negros que cruzan fronteras. Ansias de hospitalidad en mundos distintos y extranjeros. También corazones blancos quebrados que se aferran a un final feliz. Sha, ra, la, la, la. Sha, ra, la, la, la…
Las paradas en el viaje, último concierto incluido, pintan pintaderas imborrables. Percusión tenaz. Aguantas todavía y tiras de la bicicleta eléctrica (esencial batería) para sortear el envite de las olas y la impertinencia de tristes impertinentes con prisa incapaces de enamorarse al volante. Antes vivían.
Travesías que se emprenden a diario, a pelo o con mochila en barcos de papel. Y en trincheras hostiles alejadas de la única certeza.
Somos nómadas que buscan. Nadie se libra. Hasta el final del camino.