Ilustración: María Luisa Hodgson

El arrugado vecino de enfrente es un viticultor amoroso. Cuida el viñedo con celo y constancia. No hay semana que no pise la finca para que los racimos de uva tinta (negramoll) crezcan carnosos en su espaldera y parral bajo. En Tacoronte-Acentejo la vendimia está próxima. Será a finales de verano. Luego, por San Andrés, vendrá el descorche y beberemos más vino que de costumbre. Que tampoco es tanta. La suficiente para mantener el gusto y el talante tanto por el embotellado como por el garrafón. En guachinche el vino entra diligente con escaldón o lo que echen. Con marca y corcho también se traga, si bien el plato y mantel es otro.

Tengo ganas de probar el reconocido tinto Táganan. Lo cuida el tinerfeño Roberto Santana junto al equipo de jóvenes (Laura Ramos, José Ángel Martínez y Alfonso Torrente) que dan forma a Envínate, iniciativa que elabora vinos en diversas zonas de la Península y Tenerife (Taganana, La Orotava, Los Realejos y Santiago del Teide). Sus promotores se conocieron en la Universidad y la pasión por la viticultura les unió. Pero son excepción. Una de las conclusiones del Diagnóstico de la Viticultura en Canarias, publicado recientemente por la Consejería de Agricultura, Ganadería y Pesca del Gobierno autonómico, es la elevada edad media de quienes trabajan la viña en las Islas. La juventud se decanta más por otros cultivos menos laboriosos, más rentables y que proporcionan un retorno más rápido, como el aguacate. El Informe apunta, además, que gran parte de la producción de uva se mantiene gracias a los apoyos públicos, subrayando que cada euro invertido se multiplica gracias al valor añadido que aporta el producto final servido en copa.

Aunque el sector vitivinícola canario demande savia nueva, el diablo sabe más por viejo. Por eso, ahora, la cosa pasa por transmitir los saberes para que el buen hacer no se pierda. Los reconocimientos a nuestros caldos son tónica habitual. Los últimos (muy recientes) vienen de la ciudad italiana de Aosta, donde se ha celebrado el Mundial de Vinos Extremos (Cervim 2021), reservado a los vinos obtenidos en islas pequeñas, regiones de montaña o procedentes de cultivos heroicos: terrazas o terrenos con más del treinta por ciento de declive o altitud superior a quinientos metros sobre el nivel del mar.

La cosecha de metales ganada en el País transalpino fue abundante. Los vinos de Tenerife (dos grandes medallas de oro, 22 oros y una plata), Lanzarote (tres oros y una plata), Gran Canaria (dos oros) y El Hierro (una plata) sedujeron al jurado entre un total de mil variedades de España, Italia, Francia, Malta, Chile, Bolivia, Perú, Cabo Verde… Los dos grandes premios recayeron en el Ainhoa Dulce 2017 de Bodegas Balcón de La Laguna (DOP Islas Canarias) y en el Brumas de Ayosa Blanco Seco 2020 (DOP Valle de Güímar). Habrá que probarlos, lo que supondrá levantar el veto que tenía con la Bodega del Valle de Güímar después de que aceptase en 2017 el encargo del Ayuntamiento güimarero, regido, entonces, por la alcaldesa Luisi Castro, de etiquetar unas botellas con el nombre de Carlota Corredera, funesto personaje de la telebasura que se vomita en la Iberia alcahueta. No todo vale.

Estos días he conocido a Rafael. Vive en los altos de La Victoria y todos los años saca un vino que es una delicia. Me lo cuenta Doniciano, que de coger olas y de bebercios y comercios entiende. Rafael, que podría ser mi padre, me enseñará en la luna menguante de febrero a podar la descuidada parra familiar. La pobre está macilenta y hace años que no da frutos. Pero la cepa tiene solución. Quien tuvo retuvo y solo necesita la mano del maestro para que vuelva a lucir lozana. Para la ocasión, Rafael, aparte de la destreza con la tijera, pondrá su vino patrio, quien escribe surtirá la barbacoa y Doniciano algo traerá.

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