Ilustración: María Luisa Hodgson

Los bocadillos de tortilla de La Garriga, los de toda la vida, están tan arraigados en la cultura nuestra como la NiFú-NiFá, el chicharro, la farola del mar, el Cañón Tigre, la Tetuda del Parque (de Borges Salas), la camioneta de los Helados California y tantas querencias patrias que evocamos con nostalgia cuando, a lo lejos, anhelamos la sombra del Teide. Hace años teníamos los berberechos de Los Paragüitas, pero un día desaparecieron, al igual que los limpiabotas, Arroz Quemado, el British, el Corinto, Discos Manzana y el cuadro de Martín González que estaba en el Atlántico de los Coll. Recuerdo cuando a Santa Cruz llegó el restaurante de la cadena norteamericana Kentucky Fried Chicken, cerca del Montecarlo en la avenida de Anaga. Ahora se llama KFC y está en San José. Mismo perro con distinto collar. O sea, mismo pollo frito pero más rápido e impersonal. ¡Ay!, aquellos berberechos.

La Garriga creó fama en su antiguo local de la esquina de Pérez Galdós con Juan de Padrón. Ahora está un poco más arriba y no necesita llamarse LG para vender más bocadillos. En el Viva María también venden bocadillos, pero no de tortilla. Saben quien lleva las de ganar, así que lo suyo son las hamburguesas, pepitos mexicanos y demás ricuras tropicales. Enfrente al Viva María ya no está La Catalana y sus famosas pizzas de tomate, jamón, queso y toque de orégano. Un jueves sin avisar cerró las puertas y aquellos gustosos triángulos isósceles pasaron a la despensa del olvido. Quienes siguen al pie del cañón son los platos combinados del Roma, en la Rambla. Hace tiempo que no almuerzo en su barra, pero cuando voy pido el 3 o el 16. Y no me quiten esos números. Animal de costumbres. Además, suelo apuntarme al bombón gigante con nata, aunque, en la actualidad, queda mejor decir mousse de chocolate con chantillí, lo que me parece una mariconez, que diría José María Cano. Un suponer.

Resulta que bajaba por la calle del escritor de Fortunata y Jacinta cuando el colega Lucas Morales asomó en lontananza. Nada extraño, por otra parte, considerando su notable altura. El director de la Fundación Cine + Cómics hablaba por su teléfono móvil y quien escribe estas letras, también, así que demoramos el afectuoso saludo hasta que los dos, en cronometrada sintonía, colgamos los aparatos. Me dijo, entonces, que estaba esperando al dibujante Eduardo González para zamparse unos bocatas en La Garriga. Ante la grata compañía me sumé al encuentro imprevisto, que se regó con unas cuantas cañas de cerveza Dorada. Al rato llegó el historietista y los tres hablamos y desmenuzamos como si no hubiera un mañana, en especial, Eduardo, que es de comer lento, lo cual es saludable y bueno para la digestión y el intelecto. Entre mordiscos pausados y engulles calmos, el artista contó que ya está ultimando la adaptación de Mararía al cómic y que el libro, editado por Idea, se presentará a mediados de noviembre en el XIX Salón Internacional del Cómic y la Ilustración de Tenerife. Después de la película de Antonio Betancor (1998) con canción original de Pedro Guerra, nadie mejor que el talento de Eduardo González para inmortalizar en viñetas la novela de Rafael Arozarena. Si llegamos, ahí estaremos.

En medio de la serena conversa se sumaron a la mesa Judith y Frigol, jóvenes hacedores de proyectos y sueños con un magnífico nombre, por cierto, para titular una serie de ficción ambientada en la generación ofendida que luce lengua y piercing en el meme, y se identifica con el supremacismo moral woke (get woke, go broke).

No sé cuántas cervezas y bocadillos de tortilla (y alguno de corral) cayeron, pero la magia del quinteto se rompió cuando Anna Piccolo, la novia de Lucas, llegó para rescatarlo. Menos mal. La cosa empezaba a desvariar.

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