Ilustración: María Luisa Hodgson

Los instantes cotidianos pasan desapercibidos, aunque hay algunos que guardas, sin querer, en el bolsillo de la vida. Luego, cuando menos lo esperas, asoman. Solo hace falta un detonante, un tamarindo en medio del camino que despierte emociones con calma. A estas alturas de las canas no me mueve un pelo la revolución de las tetas de Amaral. Nada nuevo después de las de la diosa de Delacroix guiando al pueblo gabacho o las de las activistas de Femen. Te regalo la razón y la sinrazón. ¿Quién eres? Tan solo una persona más o menos igual a la que se zampa una chorreante pizza en el banco de una estación de guaguas ajena a bayonetas, banderas y soflamas; un perro viejo al margen del dramatismo romántico del pintor francés y del marketing de guerrilla de las feministas radicales. Cansa que todavía dos tetas tiren más que dos carretas. La justicia y la belleza de lo bueno no necesitan arena de circo romano.

El cementerio está lleno de triunfos violentos, iracundos. Y de desangres. Ahora, por la mañana temprano, llora la tierra. Refresca en la medianía y huyo de Waterloo y de las Cortes Generales. No vale la pena tu verdad. La memoria recupera el paisaje calcinado del caserío de Masca y el enterramiento animal aquel en el silencio y el graznido de un cuervo. Pasan los años y las cenizas del horror vuelven. Amor y dolor, lágrimas de adagio. Sosiego después de la agresión del fuego. Maldita su estampa.

Imágenes que vuelven y deseos de felicidad. Lo que importa. Sobra el resto. Salta la libélula de la arena setentera del Sur al pendiente de tu semblante. Mágica elipsis temporal. Las joyas habitan siempre. Santa Rita, lo que se da no se quita. Despensa de recuerdos, palabras de F. R. David y una canción en el instituto. ¿Qué será de Luz Marina? Y otra canción. Si la música no existiera… No quiero pensarlo ahora que la siento. Y si lo pienso no sé cómo sería el abismo de la sordera, la estancia eterna oscura. Afrontaría días huecos, mutilados, vacíos, secos, estériles, sin curvas. No acontecerían días sino intentos.

Hay momentos que retienen historias universales: el miliciano de la Guerra Civil fotografiado por Robert Capa, la niña vietnamita del napalm o la afgana de ojos verdes, la falda de Marilyn, la Yoko Ono con el John Lennon más frágil poco antes de morir asesinado, el hombre del tanque de Tiananmen o los huevos de Butragueño. No obstante, me quedo con cualquier instantánea que respira y mira en lo recóndito de la gaveta. Letras menudas que se escuchan y asientan esperanzas de gente corriente que canta aniversarios. Retratos que escriben relatos en películas que dan la espalda a alfombras rojas. Almuerzos con mantel, cerraduras oxidadas, papel pintado, remedos, lloros, abrazos y risas al derecho y al revés. En todas las casas y vivencias cuecen habas. Ráfagas quietas de la existencia que se resisten al olvido.

El Instagram más expuesto es otra cosa. Es gastarse, reducir el alma a las entrañas de un cuerpo manoseado. No hay hermosura en la faz sino alguien fugaz que pasa. Es un tris ajeno a la figura literaria. Lastimoso hilo de agua que empobrece la riqueza del tiempo. Dame presión en la ducha, empapa los segundos con el valor del pudor. Así es como mejor guardo las páginas de los álbumes. Sin polvo, sin miradas feroces y tullidas. Me refugio en mí. Y también en la luz que me calma.

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