Ilustración: María Luisa Hodgson

Si fuera negro subsahariano huiría de letrinas, de alimañas que te miran y de cucarachas enormes. Escaparía de mi tierra de polvos y costras, de moscas inacabables en torno a una papilla infecta servida en una mísera escudilla herrumbrienta. Renegaría de haber nacido negro en la más negra negritud del África negra. No sentiría orgasmos europeos ante un maravilloso atardecer anaranjado ni evocaría a John Barry con una taza de café entre las manos. Y si, además, fuese mujer, saldría corriendo por muchas más razones.

Si fuera negro subsahariano soñaría con una esperanza de vida similar a la de los países del Viejo Continente. No querría acostumbrarme más a la muerte por la falta de recursos médicos y personal sanitario. Una bata blanca por cada cien mil habitantes no es suficiente. Miraría al Cielo y tendría envidia de las aves que emigran al norte en busca de alimento en estuarios, marismas, lagos y lagunas. ¡Ay! Si fuera negro subsahariano y tuviera alas, volaría y buscaría un lugar para volver a empezar. En Amsterdam, por ejemplo, caminaría entre los canales y empapado por la lluvia entonaría feliz una canción sorteando ciclistas. Luego, en el Mercado de las Flores, me distraería el graznido de un cuervo. Sonreiría y cerrando los ojos escucharía los acordes de un acordeón en la esquina de Starbucks. Cualquier trabajo de mierda me daría más aliento que la existencia entera junto al trinar de un pájaro en el campo tropical de mi desgracia.

Si fuera negro subsahariano pagaría lo que fuese necesario para embarcar en un cayuco hacinado hacia el paraíso. Aunque no supiera nadar, me lanzaría al horizonte dejando atrás lágrimas y familia. Y prometería volver. No sé cuándo. Pero volvería a la orilla y rezaría por quienes no lo lograron en el viaje aquel hacia el único deseo. Coraje, alegría, angustia, escalofríos, deshidratación, gritos, hedor, gemidos, silencio, terror. A la deriva. ¡Mamá, abrázame!

Salvamento Marítimo. Las piernas tiemblan en La Restinga. Los milagros existen. También en pieles negras quemadas en el océano pertinaz de la diáspora. El puerto pesquero se viste de mantas térmicas, cruces rojas y guantes azules de látex. La pequeña Isla del Meridiano es la primera escala del éxodo a la tierra prometida. El Mar de Las Calmas se estremece de nuevo tras la erupción volcánica de 2011. Ahora no hay piroclastos, solo decenas de miradas lánguidas hacia la pleamar de los sueños.

Amanece un nuevo estatus: personas ilegales en El Hierro, en Tenerife, en el territorio insular limitado y frágil. En la frontera. Por eso, el traslado a la Península cuando la autoridad decida se codicia con ansiedad. Antes, la Fiscalía de Menores debe certificar mayorías de edad. El maratón con avituallamiento y rechazo social no ha hecho más que empezar. Francia, Alemania, Reino Unido, Bélgica, Holanda… están al final del camino de baldosas amarillas sin simulacro. Los cadáveres no se postergan. Se guardan siempre en vena con melancolía y ternura. Las fosas comunes homenajean a quienes ganan otras Lunas llenas. El cementerio atlántico, de igual forma, aplaca desesperos. Si fuera negro subsahariano no vería en él microplásticos a merced de las mareas, aumentos de temperatura. Percibiría almas que desafían odiseas, queridos cantos de sirena que son diamantes.

Si fuera negro subsahariano no dudaría. Rompería olas contra la costa vecina colmada de razones. No temería perder lo que no poseo. Apostaría, lo tengo claro, por un tiempo de prórroga. Cada segundo, cada paso, cada primavera, cada beso sería amor y dolor a una.

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