Ilustración: María Luisa Hodgson

El caso es que si España en los felices años veinte del siglo XX era invertebrada por la gracia de Ortega, cien años después continúa inmersa en la misma estría muscular esquelética. El afán separatista de Cataluña persiste enrocado en su objetivo. Es más, después de que Lluís Company proclamase en 1934 el Estado catalán y el presidente del Gobierno republicano, Alejandro Lerroux, sofocase la rebelión con manu militari, la palpitante realidad es que el caganer de Puigdemont acaba de plantar un pino en la Puerta de Alcalá. Si en 2017 el entonces presidente de la Generalidad impulsó un referéndum de autodeterminación y una declaración unilateral de independencia, ahora el hábil eurodiputado huido a Bélgica ha activado de nuevo el Procés gracias al pacto que garantiza la investidura de Pedro Sánchez.

Escribe el filósofo Javier Gomá que en una sociedad que fuerza a la ciudadanía a tomar partido, vale más una prudente duda reflexiva. Y en esto estamos: pienso, luego existo. O sea, no me tomo tan a pecho la idea moderna de nación. Sin acritud. Eso sí, aflora la patria canaria cuando La Cantata del Mencey Loco de Ramón Gil-Roldán loa al mencey Beneharo: «Su añepa nunca abatida, / victoriosa paseaba / desde la orilla del mar / hasta la cumbre escarpada / de las selvas que coronan / el Valle de Taganana». Luego, pasa lo que pasa y Coalición Canaria apoya al godo socialista por un plato de garbanzas sin amnistía. Nada nuevo bajo el Sol. Históricamente, los ejecutivos en minoría del PSOE y PP siempre han pactado con las fuerzas nacionalistas para garantizar su acomodo en La Moncloa. Bien lo saben PNV, la desaparecida Convergència i Unió, Esquerra Republicana y la mentada CC. Por interés te quiero.

Otra cosa son las referencias en el acuerdo del PSOE y Junts al lawfare o judicialización de la política. La ambigüedad del texto convenido ha unido por primera vez a las asociaciones judiciales, de fiscales y Consejo General del Poder Judicial pues «podría suponer, en la práctica, someter a revisión parlamentaria los procedimientos y decisiones judiciales con evidente intromisión en la independencia judicial y quiebra de la separación de poderes». El imperio de la ley, como es lógico, no dará su brazo a torcer. Normal. Aunque a estas alturas tampoco vamos con el lirio. Menos la muerte, la única respuesta es imposible. Mientras, nos refugiamos en el surrealismo de Bretón, Dalí, Magritte y Óscar Domínguez, y en la mar de Pedro García Cabrera: «La paz te he suplicado y me la niegas, / mi ternura te ofrezco y no la quieres. / Pero algo he de pedirte todavía: que no hagas naufragar a mi palabra / ni apagar el amor que la mantiene».

Superadas, un decir, la kale borroka y los Comités de Defensa de la República (CDR), el convulso escenario poselectoral hispano apunta, en la actualidad, a la caye borroka. El puño y la rosa incitan a la violencia del adoquín y a la crítica interna. El presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page, no se calla. Al tiempo, un pistolero atenta contra el fundador de Vox, Alejo Vidal-Quadras. Las redes sociales polarizadas arden en la inquina y la vuelta de la esquina es arriesgarse al abismo de la ferocidad. La luz del Mundo se nubla con la razón última de la ideología.

Con permiso de Laín Entralgo, las dos Españas es el problema de España. Y Cataluña y el País Vasco. Y Gibraltar. La Transición fue un espejismo tras la losa del Franquismo. Esto no lo arregla ni el médico chino ni la cría Leonor ni la tercera república. España es el sempiterno enigma histórico de Claudio Sánchez-Albornoz. España es puñetera.

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