El polvo es ubicuo. Es una pesadilla aunque te afanes en lo pulcro. Su menudez perturba. Es silencioso y sucio. Es una ingrata epidermis, una película desleal que cubre la superficie de la existencia, un ingrato compañero de viaje que repta y se levanta en el aire, una alergia, un estornudo, goteras en la nariz, lágrimas secas.
El polvo cría en los felpudos. En sus superficies terrosas fermenta el olvido. Inmundas fibras que esconden bajos fondos y ensucian la belleza de la bienvenida. No hay justificación para estas alfombras inútiles que, además, insertan mensajes que, en vano, arreglan el Mundo. Caldo de cultivo decadente para seres monstruosos que pertuban la paz doméstica fuera y dentro del umbral. Vida de alimañas microscópicas insaciables en la búsqueda de restos, pelos, bacterias, hongos, escamas… Espantable afán expansionista de colonias sin horizontes ni sosiego ni bachatas románticas. Malditos ácaros bastardos en el colchón. Da igual de muelles, látex, espuma o viscoelástico.
Vámonos a la playa. Calienta el Sol y la calima perturba la visión a la mujer y al hombre. Da igual que ella luzca el ideal petrarquista y él las proporciones de Vitrubio. El polvo del desierto mete el dedo en el ojo. No entiende de poesía. Solo se salvan quienes se tiñen de azul con índigo en las dunas de Níger y al atardecer cantan un himno a Jerusalén, ciudad celestial. Qué suerte Flash Gordon que vuela en el Cosmos como un cowboy entre nebulosas de estrellas en formación. El tiempo entonces es una quimera. No así en la biosfera en donde avanzamos hacia puertas que se abren y cierran, y tropezamos en piedras de Macondo. No queremos esperar. Andamos en soledad con besos y mopas que barren el polvo del camino.
El niño frágil en el túnel del engaño, la madre en la trampa incapaz de escapar, la joven rebelde en sueños por conquistar, el viejuno escarmentado en ideales… Proyectos que se idean en páginas blancas y luego transcurren como Dios dispone. No hay duda: hay polvos y polvos. Y una Luna brillante que observa perpleja las sinrazones y el frío. Y los calores de esos otros polvos embriagantes y, en ocasiones, tristes, violentos, cosificados. Tiro por el retrete la sintaxis intelectual del sexo.
A media tarde, en medio de la gastroenteritis del barro, de las piernas quebradas, de los sudores cansinos, del mareo borracho en el cuarto de baño y de tantos torrentes corruptos que nos igualan a la iguana, me agarro al amor constante, al polvo enamorado que trasciende. Escribo en la cama junto al soneto de oro de Francisco de Quevedo. No capto el olor a pintura que, dicen, sube por la escalera. Vivo con dolor en el costado y reposo la máquina junto a la almohada. Los accidentes merman la forma sustancial que sostiene el espíritu. A medida que transcurrimos somos más y menos, una abstracción corpórea con ínfulas. Todavía quedan.
La noche no es tal con el alma de la sonrisa de tus ojos verdes en el quicio de la puerta de la cocina. Habito la esperanza en la cultura, en las raíces, en la honestidad de las preguntas y dudas. Huyo de las arrogantes verdades. El agua clara corre atarjea abajo. Tan bonita, tan presente. Vengo de ordeñar palabras hinchadas en la opulencia de la cátedra. ¿Por qué quejarse? Asomado al cielo somos criaturas resignadas a lo maravilloso de la existencia de frente y a espaldas de desencantos, remiendos y armisticios hacia alguna parte. En la calle, ruido. En el silencio, prudencia. La memoria, aunque renqueante, vuelve la vista atrás. A la marcha Bambones. Limpio el polvo.