Burgados y lapas campan a sus anchas en Fuerteventura. En Tenerife, no. En la mayor de Canarias estos moluscos están en peligro de extinción. O algo así. El voraz consumo ha menguado su existencia. En Fuerteventura también hay mejillones. Crían en los rompientes de la mar salada. El profesor de Sociología de la Universidad de La Laguna Paco Déniz se los come secos. Igualmente, se manda dátiles del Sáhara. El exdiputado canario es un enamorado del Archipiélago y del desierto. Sin duda, el que más.
En la canaria más longeva (alrededor de veintidós millones de años de antigüedad) los burgados dejan su rastro en la arena de los charcos cuando se mueven en marea baja. Y dibujan petroglifos. En sus bajíos no pasa el tiempo. Y en la tierra azafranada de valles y suaves relieves, tampoco. Una pena que el proyecto de Chillida en la montaña de Tindaya no saliese adelante. Se gestó cuando Lorenzo Olarte fue consejero de Turismo del Gobierno autonómico (1995-1999), pero los pleitos judiciales, la miseria política y la contestación de ecologistas de camioneta y maría malograron el vacío de un cubo en las entrañas. «Lo profundo es el aire», escribió Jorge Guillén para inspirar al escultor donostierra. Hoy no hay nada. Solo terrenales piezas escultóricas hijas de los simposios de Antonio Patallo y el soplo del viento en las playas de jable, tablas, velas y caravanas.
Cien kilómetros desde la punta de la Tiñosa en el Norte a la punta de Jandía en el Sur, marcan un paisaje austero en donde germinó trigo, millo y cebada. Ahora el granero aquel está salpicado de molinos en desuso con vitola de Bien de Interés Cultural. El gofio no es lo que era y los pajeros han dejado de proteger de las inclemencias y las plagas de gorgojo y otros insectos. Ya no consuela el repique de la campana en la iglesia de Nuestra Señora de Antigua. Solo Betancuria guarda gloria en su escueto parque temático. Tuineje y Pájara, en el olvido.
«Todos los días queso y un queso al año», rezaba la seña. Benditas cabras y ubres que surten la delicia. Las otrora extensiones dedicadas al grano son, en la actualidad, campo para las confiadas ardillas morunas y la población caprina. En el Museo del Queso Majorero hay besos. Elogios a la empresa que lo gestiona: Proasur.
La planta endémica Pan y queso (Lobularia canariensis) abre el apetito. Las flores amarillas de la Pulicaria, que parece Caléndula, visten el parterre próximo a los cactus del jardín. Luego, la fiesta sigue entre Corralejo y El Cotillo, en un chamizo con dantescas cabezas de pescado, un gato limonado y cuervos negros. Junto a ella, la orilla se llena de cotufas o roscas. Son rodolitos o estructuras calcáreas de algas rojas coralinas que al morir son arrastradas a la costa. Aunque las piedrecitas blancas no explotan, sí tienen sal.
El arenal de Cofete y el islote de Lobos sugieren otras películas. Este último, refugio de pescadores y piratas, reclama la atención de turistas con selfi. Por el momento no ha saltado al estrellato. Mejor así. No lo toqueteen mucho. No lo lleven al Estatuto. Que no vista pantalón. Mejor desapercibido que muera de éxito como la tonta e inocente Graciosa. Romper versos es una necedad. «Fuerteventura, promesa, / isla de mis islas, sueño… / Cenicienta de las siete / rosas que llevo en el pecho», Domingo Velázquez (1996).
La Planaria de Plinio y seis más. Y jareas, salinas, turquesa, una esmeralda por casualidad y la amada vaca azul. Lajares, un año después, se despide con la misma pared: “No hay máquina del tiempo más hermosa que una vieja canción”.