Ilustración: María Luisa Hodgson

No debe ser fácil aproximarse a la olvidanza, a tomar conciencia de asomarse a la nada, a la indefensión más absoluta, a los pañales en piel enjuta, a la fatalidad. Este tormento, que quebró a Gabriel García Márquez, redujo su existencia a un mero estar: niño sin memoria, niño que se desvanece, niño sin infancia. Bien es verdad que la demencia agranda la vida de quienes la cuidan. Pero eso es amargura de otro costal. Digamos, una elegía.

Consciente de sus limitaciones mentales, el nobel de Literatura renegó de su última novela en un postrero suspiro de lucidez: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo». Y ahí se quedó, a un lado, hasta que sus hijos, Rodrigo y Gonzalo, decidieron publicarlo de manera póstuma unos meses atrás. En el Prólogo razonan la decisión: «La falta de facultades que no le permitió a Gabo terminar el libro también le impidió darse cuenta de lo bien que estaba, a pesar de sus imperfecciones».

Fiel al título (En agosto nos vemos) acometí su lectura la semana pasada. Aproveché un viaje de ida y vuelta en guagua para devorarlo en apenas dos horas. La línea 110 de Titsa es un cohete, un tren rápido sin paradas. Además, la dicha de tener un relato entre las manos hace que el trayecto transcurra en un santiamén. Con estas alforjas quién quiere un automóvil. Solo, por unos minutos, el molesto palique de una mujer próxima perturbó el plácido traslado. La doña sufría dolor de espalda, concretamente en la zona lumbar, y se estaba aplicando parches Voltadol. Aunque con el paso de los años uno ha adquirido la capacidad de abstraerse, la empachosa labia de la señora aconsejó poner los pies en polvorosa. Cinco filas (o más) atrás la calma serenó el ánimo.

La incontinencia ajena es, sin duda, el principal incordio del transporte público. Aguantar con estoicismo la mala educación se ha erigido en heroico ejercicio, en especial cuando la desagradable perturbación viene de un ser humano patán que, desde un asiento colindante, comparte reguetón con el respetable.

Leer absorto, en la soledad de la Autopista del Sur, sin riesgo al mareo, supone olvidarse de los molinos de viento y de la cochambre de la autoconstrucción. Pueden volar lagartos, descolgarse medusas del Cielo, que el pensamiento estará en la sopa de sudor, en el primer bolero y en el segundo trago de brandy. Letras, palabras y renglones para la eternidad. Sumergir la cabeza en un regalo de fino gusto libera de las ansias de ser feliz en la realidad. De súbito, asoma la Montaña Roja. El cono volcánico, visto y no visto, enciende plasticidades que no vienen a cuento. El tiempo corre sin miedo. La leve distracción no perturba la irresistible charla de amor que acontece en una isla del Caribe.

La crónica de la muerte de Santiago Nasar se leyó en un instante. Las historias trémulas de Ana Magdalena Bach en canícula, también. Qué difícil es escribir imaginarios, iluminar paisajes de pasión y demonios. Qué laborioso hacerlo bien. Qué placentero es redactar lento para que ojos extraños fijen la atención lejos de cacareos. Qué dicha descubrir las marcas de corrección que García Márquez hacía en sus textos. Qué arduo remendar hasta el gran ok terminal. Qué delicia las cuatro páginas facsimilares que cierran En agosto nos vemos. Qué certeza dudar.

El chófer avanza por el asfalto. Necesita el asfalto. El punto final en la narrativa invita a seguir nuevas frases, puntuaciones y obras. Si no, es la fría intemperie, la niebla más densa en el reino digital de la memez. Mañana iré a La Orotava. Cogeré la 108 con una libreta roja llena de anotaciones, pensamientos y recuerdos. Puede la curiosidad.

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