Ilustración: María Luisa Hodgson

En el Aeropuerto Tenerife Sur, que antes presumía de reina Sofía y hoy, republicano, continúa sin proyecto básico para su nueva terminal, un panel de grandes dimensiones con los nombres de cinco topónimos patrios (Abona, Güímar, Ycoden, Orotava, Tacoronte) preside la sala de control de seguridad. Es un aséptico papel pintado con palabras sin gracia, sin chispa ni na. Chino para la mayoría de viajantes incapaces de descifrar el mensaje oculto tras la sopa de letras: las denominaciones de origen de los vinos de la Isla. Porque otra cosa moderna son los caldos que se etiquetan con la DO Islas Canarias. O sea, mejor no mezclarse con los canary wine de Juan Jesús Méndez y compañía. Conmigo o contra mí. Mundos chicos. Y grandes. Egos, intereses, mercado, dinero. La vida.

Desconozco cuál es el objetivo del mural aereoportuario. Si es publicitario, no genera ni interés ni deseo ni acción de compra hacia los caldos tinerfeños. Si es ornamental, un papel pintado de Gastón y Daniela sería, a todas luces, más sugerente. La reconocida firma española de alta decoración con gran reconocimiento internacional dotaría de calidad, diseño y cuidada estética a la depauperada Terminal.

Aunque en tiempo de vendimia se es más sensible con la enología y la viticultura, el vino bueno nunca falta en ínsula. En tierra volcánica se bebe tranquilo. Mejor en compañía. Soledad y taninos no están para una cofradía. Dos o más invitan a la conversa y al humor, que tanta falta hace, si bien, en ocasiones, un libro haga las veces.

Sorbos espaciados. No hay prisa. ¿Quién la tiene cuando se imagina un astronauta verde en un colorido campo de flores con una jirafa, un diplodocus, cebras y flamencos? ¿Quién necesita entender después del chinchín y una mirada a los ojos? El tiempo armonioso desdeña el conflicto, las aguas revueltas de una tormenta. Incluso, inmerso en la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvořák o en el rock psicodélico de Jim Morrison, el Rey Lagarto.

El descorche de la botella tiene su erótica. No me vendas la rosca. Afortunados los vinazos de Tenerife y Lanzarote. Y también los Figuero de Ribera del Duero. Sus tintos maridan en Castilla y en el rompiente. La sabia naturaleza huye de academicismos de carne o pescado. Bien lo sabe la enóloga Dolores Delgado y el chef Tadashi Tagami. Globalización, fusión, belleza. Fácil con una propuesta nikkei. La uva roja no se resiste al usuzukuri de mero, al tartar de atún o a la cuchara del ramen.

Mesa, mantel y emociones. ¡Ay!, la emotividad y el sentimiento. Las sillas frías enfrían alma y corazón. Lo que más nos gusta, siempre, es la mujer y el hombre. Por eso seduce el vino de la suegra. Milagros tiene 88 años y todavía prepara la cena con caricias y abrazos. Acercamos el familiar brebaje homónimo a la nariz. El perfume burgalés de La Horra recuerda a la Borgoña. Cien por cien tempranillo y un diálogo normal, corriente. Sobran las afectaciones.

Felipe Figuero es el yerno bien plantado. Con honestidad y amor (es lo suyo) toma la palabra entre copa y copa. Ahora toca la elegancia del Viñas Viejas. El colega Fran Belín sucumbe al encanto: «Felipe, cuídamelo».

Cerramos con el Tinus, el emblemático, el señor, el del viñedo vallado para que los corzos no se coman en abril los brotes tiernos. A los rumiantes se les acabó el chollo.

Sobremesa y unos yintónics con limón y cubitos de hielo. Ana Medina, no. La gastrónoma aguanta el Figuero. Le sigo la corriente sin temor al desacierto. Últimos sorbos oyentes. Vuelve el hechizo. Es como si estuviésemos en una street del Soho de Londres con guitarra eléctrica y emojis bailongos que te acechan tras los ladrillos. Inspira la City multirracial. Allá vamos dispuestos a cantar en Trafalgar Square los versos de Nicolás Estévanez: «Cuanto más alto se ponga / de Horacio Nelson la estatua / más alto verán los siglos / el nombre de mi Nivaria».

Gracias, Figuero. Espero verte pronto.

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