Ilustración: María Luisa Hodgson

En torno a los días no hay doce cuerdas, sí caídas sobre la lona, ganchos y directos a rostros más o menos esquivos, victorias efímeras (ninguna es para siempre) y campanas salvadoras. Cuanto más arriba estamos (idiota) llega una pandemia, un volcán o un apagón y nos noquea. La desnudez del homínido asoma y en un pispás caemos en la cuenta de que no somos más que polvo. La torre alta sobre la que levantamos nuestro frágil palmito se desmorona en cero coma y lo que antes era imprescindible (el teléfono móvil, por ejemplo) se aparta a beneficio del kit de supervivencia. Es la misma sensación que cuando asoma la fatalidad. Todo se relativiza y la habitual estupidez que envuelve al ser humano desaparece de un tirón.

Hoy estamos y mañana Dios dirá. Que se lo digan a Francisco o a Bernardo. Bienvenido, Eloy. Aunque saberse cerca del alma inmortal da tranquilidad. Otra cosa es no tomarse el espíritu en serio e igualarse a un animal o al superhombre nietzscheano. Entonces, la cuenta atrás finaliza en la indiferencia, en el vacío existencial, en la desconexión, en La Nada de Michael Ende. Para gustos, modelos energéticos.

En el fondo se trata de alcanzar la felicidad. Sabemos que el dinero no la da, pero ayuda, dicen, a alcanzarla. La tristeza no es un objetivo, sí llegar al fin de los días terrenales con la conciencia tranquila. Incluso después de haberle propinado un guantazo a Gabriel García Márquez. Sucedió en Ciudad de México en 1976 y el agresor fue el recientemente fallecido Mario Vargas Llosa. Después de aquello los dos nobeles rompieron la amistad y nunca se supo a ciencia cierta la razón del derechazo que acabó con Gabo por los suelos. Los literatos callaron y se llevaron el desencuentro a la tumba. Al parecer, cuentan los chismes, una apasionada aventura en Barcelona entre la esposa Patricia y el colombiano desencadenó el certero piñazo y, luego, un filete sobre el rostro.

Tanta testosterona para después irse de picos pardos con Isabel. ¿Quién lo entiende? La respuesta está flotando en el viento, canta Bob Dylan. El viento y los bailes sobre el ring vienen y van con sus dolores y olores, glorias y declives. La vida, desvestida y vulnerable, es un ring.

Y si de la trompada de Vargas Llosa a García Márquez poco sabemos, del púgil Miguel Velázquez lo sabemos todo. O casi todo. Incluso que se hizo el muerto (o algo parecido) para ganar el Campeonato del Mundo de los Superligeros, el 30 de junio de 1976 en Madrid contra el tailandés Saensaek Muangsurin, conocido como La sombra del diablo. El contendiente tinerfeño ya barajaba la retirada después de haber conquistado el Mundial Militar (1965) y los campeonatos de España (1967 y 1975) y de Europa (1970) de los pesos ligeros, no obstante le surgió la oportunidad de optar al título mundial.

Si con Pedro Carrasco en 1969 la suerte no le había sonreído, ahora la ocasión le venía ni que pintada tras recibir un golpe en la nuca fuera de tiempo. La pelea hasta ese momento estaba siendo un sufrimiento para el deportista de El Toscal, por lo que la descalificación y, en consecuencia, la obtención del cinturón mundial, cayó como agua de mayo. Que le quiten lo bailao.

Al niño que creció en la penuria entre ciudadelas bendecidas por el Señor de las Tribulaciones y el barrio de Taco, le amarraron los guantes de boxeo por un plato de rancho. Nunca le satisfizo combatir. Hubiera querido otro deporte, oficio y elogios, sin embargo, las bolsas ganadas golpe a golpe le permitieron dejar de lado el punching ball y comprar la licencia de un taxi en la Villa y Corte.

El octogenario Miguel Velázquez marca y finta bajo los flamboyanes de la Rambla de Santa Cruz. Son los últimos fotogramas del magnífico documental que presenta el realizador David Cánovas. Nuevos aplausos encienden al mejor boxeador canario de la historia. Alientos que hilvanan el Mundo.

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