Ilustración: María Luisa Hodgson

Las cámaras del aeropuerto de Gando hablan por sí solas: un joven violento con un cuchillo y cinco agentes de la Policía Nacional que intentan controlar la situación. Abren fuego y el operativo no sale como debiera. Una de las balas impacta en el cuello de Abdoulie Bah, migrante gambiano de 19 años. Pese a los posteriores intentos de reanimación por parte del personal del Servicio Canario de Salud desplazado, el pibe fallece. Una criatura menos y una investigación que se abre. Quién le iba a decir años antes, después de superar en patera la mortífera Ruta Atlántica, que moriría sobre el asfalto. En la frontera.

Días después del trágico suceso, la Salvamar Macondo de Salvamento Marítimo trasladaba hasta el muelle grancanario de Arguineguín a once personas de origen magrebí, dos de ellas menores de edad, tras ser rescatadas de una patera a 7,4 kilómetros de la costa. En lo que va de año, según datos publicados por el Ministerio del Interior, 10 882 seres humanos han llegado al Archipiélago por vía marítima y de forma irregular, un 34,4 % menos que en el mismo periodo de 2024. ¿Consuelo?

Mientras el primer mundo continúa sumido en guerras de pasillo, en indignaciones de eurofans, en filtraciones sin luz, en verdes mustios, los movimientos migratorios persisten su marcha silenciosa y terrible en medio del acostumbramiento. La solidaridad es una silla vacía. De vez en cuando, si cuadra la agenda, la calienta un trasero. Con desorden, violencia, insultos, flojeras y de nuevo Bad Bunny, todo queda en un disfraz, en una instantánea, en un burbujeo. Las ráfagas gobiernan el Mundo. “Se va el siglo. Se va. Ciega la noche”, clama Rafael Alberti en su Salmo de Alegría para el Siglo XXI.

Si a principios de mayo el Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades reconocía al filósofo y ensayista alemán Byung-Chul Han, hablante de La sociedad del cansancio, de la criatura contemporánea depresiva, hedonista y generadora de cadáveres, ahora el premio de Ciencias Sociales recae en el sociólogo y demógrafo Douglas Steven Massey,  referencia en sociología de las migraciones. El profesor de la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de Princeton y de la Universidad de Pensilvania es sensible, lógico, con la frontera norteamericana. Sus trabajos desmontan falacias y construyen una realidad practicable pese al xenófobo Trump. Tocar de cerca la tragedia relativiza confines, caminar bajo púas y cuchillas hiere la piel exhausta, resecarse en los desiertos de Sonora y Chihuahua aparta cualquier frescura.

Con el saber a cuestas, no extraña que el docente predijese, antes de las elecciones a la presidencia de Estados Unidos, lo que hoy acontece: “Una vez en el poder, con un Congreso y un poder judicial controlados por el Partido Republicano, Trump gobernará como un populista despótico, basándose en su comprensión desinformada y cada vez más delirante, causando estragos en la economía estadounidense y en el orden político global».

Dicen que Abdoulie Bah llevaba unos días intranquilo. Al parecer, presentaba problemas de salud mental. Dicen que, últimamente, a su lado, el brillo de la mañana no era el mismo, que la esperanza de llegar al continente europeo o, incluso, regresar a África, siempre topaba con alguna reja de ventana. El paraíso canario no era suficiente. Se quedó en el camino. Sucede igual en América, en el Mediterráneo y en tantas zonas calientes. No es fácil la carretera y manta sin papeles. Hay quienes resisten y alcanzan la tierra quieta. Hay quienes echarán la vida en un prostíbulo de Tijuana.

¿Qué nos queda de la infancia entre alambres? ¿Mi nombre? Qué importa.

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