Ilustración: María Luisa Hodgson

El escritor Héctor Abad Faciolince cuenta en su último libro, Ahora y en la hora (Alfaguara), cómo salvó la vida en una pizzería de Kramatorsk (Ucrania) tras sufrir el impacto de un misil ruso. Cambiar de asiento en la mesa con la colega Victoria Amelina le dio una segunda oportunidad y el chance de rendirle un homenaje póstumo. La gentil mujer murió junto a doce comensales más. El autor de El olvido que seremos explica que sobrevivió por la sordera que padece en uno de sus oídos. Oír con dificultad determinó una decisión, a todas luces, insignificante para el transcurrir de su existencia. Pero no. La ficha de dominó cambió de lugar y en el estampido salió indemne. Un santiamén, una duda, un pararte frente al adagio, una reacción, un quiebro, el aleteo de una mariposa… No ha lugar, todavía, el epitafio eterno, el réquiem lacrimoso. Tócala de nuevo, Sam.

Las personas ahogadas hace unos días cerca de El Hierro también eligieron. Algunas, además, en nombre de tres niñas y un bebé. No estaba escrito que el cayuco volcara cerca de la Isla del Meridiano. Menos aún que un mortal proyectil cayese en el restaurante ucraniano. ¿Azar? ¿Providencia? ¿Injusticia? Las víctimas jugaron con fuego. Maldito fuego. La peligrosa Ruta Atlántica hacia el sueño europeo identifica la tragedia, al igual que respirar en un país en guerra. ¿Qué mueve a adentrarse en el terror? ¿Desesperación, ignorancia, osadía, aventura? ¿Vale más la cobardía viva que el heroísmo muerto?

Los amargos naipes de dolor son herencia del polvo buenista. La inacción de Occidente ante el drama de la migración es basura y culpa. Los paños calientes ante la iniquidad son pesadumbre futura y culpa. Con estos bueyes, el final previsible corre impasible en atarjeas de desdicha entre avenidas de hedonismo, mentira e insomnios desesperantes. Qué más da que se rompa de nuevo el cántaro. Llueve sobre mojado: los desidiosos medios de comunicación se apuntarán al morbo por impulso y fulana y mengano se rasgarán las vestiduras antes de rasgar. Hastío, impotencia. ¡Bah! Amanecerá de nuevo, ordinariamente, hasta la próxima desgracia. Repugnantes lágrimas de cocodrilo, alegatos vacíos, fulgentes lámparas de bombillas fundidas en el escenario del show de Truman. Cartón piedra.

“¡Hasta siempre, Sebastião Salgado!”, escribe el querido fotógrafo Poldo Cebrián en un escueto wasap acompañado de la imagen de un horizonte en blanco y negro. El color sobra cuando lo que importa es el fondo, apuntó una vez el fotoperiodista brasileño recién fallecido a los 81 años por una leucemia. Según su familia, consecuencia de la malaria que contrajo en 2010 en Indonesia cuando recorría el Mundo para su proyecto Génesis.

Sí. Junto a Poldo lamentamos el fondo de las miradas, de esqueletos vivientes, de niñas y niños vulnerables, de fusiles, de árboles caídos, de indígenas, capibaras y su circunstancia, de la chatarra. El Premio Príncipe de Asturias de las Artes 1998 retrató a los habitantes de la Tierra, despojos y confines sin cuatricromía. ¿Quién la quiere con la realidad que suele? El objetivo de sus ojos abiertos convivió con lo que sucede, con el otro relato, con la visión ajena al trébol de cuatro hojas. Su reportaje de Serra Pelada (Brasil), la mayor mina de oro del Planeta a cielo abierto, supuso despojar de lírica al ser humano. Hombres y ríos de hombres cubiertos de lodo como bestias. Dichosos ñus y elefantes marinos hacinados.

La sombra de las migraciones tampoco le fue esquiva. Y consciente, alrededor del Orbe, atestiguó la paradoja: en todas partes vio al mismo sapiens en torno a “esa cosa artificial que se llama frontera”.

Las instantáneas de Salgado detuvieron el tiempo y su fatalidad. Después lloraron las flores del campo santo.

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