
Ilustración: María Luisa Hodgson
Huevos duros, moles, pasados por agua, a la benedictina, fritos, rellenos, revueltos, escalfados… Existir sin huevos no sería lo mismo. La vida tendría menos proteínas y más pusilanimidad. Y no es cuestión. Preferible el término medio, aunque haya nutricionistas de postín que brinden felices con champán y dos huevos al día. Resulta que ahora la yema y el cuidado del colesterol son compatibles, como tantas cosas que antes no y en la actualidad sí. Renovarse o morir. De todas formas, nos tomamos el pasar de los días demasiado en serio. La realidad cuando menos te lo esperas te revuelca. No hay tu tía.
Mientras llega San Martín, hidratar la piel con aceite ayuda a combatir las arrugas, a barrer el polvo del trayecto. El anillo y su piedra, por su parte, viven (un decir) al margen de las inclemencias. Serán una joya eterna. No obstante, ante la duda, huevina. El huevo líquido pasteurizado garantiza la eliminación de microorganismos patógenos. Los gérmenes y bacterias, como la de la salmonela, desaparecen. Punto final. Mayonesa, ensaladilla rusa y tortilla dejarán de ser un problema en el rigor del calor.
Sin ánimo de encender el debate, parece evidente que la gallina fue antes que el huevo. Las criaturas con sus espermatozoides y óvulos son esenciales para generar el cigoto. Chimpún. Las cuentas claras y el chocolate espeso. Eso sí, los animalitos de Dios requieren un ambiente saludable. Los huevos deben lucir lustrosos y saber a gloria bendita sin necesidad de cloruro de sodio. El agobio del estrés avícola desazona a la albúmina. El goce gastronómico, pese a que Sanidad dé el visto bueno, exige excelencia, delicadas atenciones y bel canto. Cumplir el expediente no basta. Poner huevos a destajo, comer pienso a troche y moche y convivir con el pico de la colega plumífera pegado a la cresta es un incordio se mire por donde se mire. Pobres gallinas industriales. Desdichadas proletarias al servicio del consumo desmedido. ¿Mesura perdida? No. Las aves de corral dan esperanza a la angustia, ennoblecen el arte ponedor y muestran el camino a la revolución. ¡Uff! Vana ilusión. La igualdad entre iguales es una entelequia mientras el ser humano gobierne el Mundo a su imagen y semejanza. Solo la lírica, el heroísmo y la ensoñación liberan a la cadena perpetua de la pragmática. La granja es implacable, insensible, voraz. A la cola pepsicola.
El desaliento, la impotencia, la costumbre, cercena la voluntad de cambio. ¿Quién le pone el cascabel al gato? Pena de escombros y conspiraciones. Consentir la basura es la consigna. La bandada de gallinas no es osada y ni lo pretende. Los huevos de corral que alimentan el alma y colorean el plato con azafrán son minoría.
Fieles a la bandera, a la ideología, al comedero, la masa obediente no atiende a censurar lo suyo a pesar de la podredumbre, de los excrementos que enmierdan el palo del gallinero. Antes bien, ampara, engaña, chilla, extiende la mano. El paraíso es el mío. Triste edén sombrío. El frío de fuera es más frío. No valen razones. ¿Honestidad, conciencia, vergüenza? ¿Quién las quiere?
A la mayoría polarizada le importa todo un huevo siempre que no toquen la ubre, la enjundia de sus pavas. A quienes viven de la política y la precisan porque no tienen otra estufa también les importa todo un huevo. El derrumbe es sinfonía, la mentira, astucia; la mezquindad, supervivencia. Los ojos despóticos utilizan a la masa frenética y correveidile que ríe las gracias, la crítica de la parte contraria (tanto monta) resbala y el fragor de la dialéctica es verborrea que sustenta el delirio. A esta gente electa le importa todo un huevo.