
Ilustración: María Luisa Hodgson
En el libro La perversión del anonimato, Álex Grijelmo da una serie de claves para que el periodismo se defienda, entre otras flojeras, de la pereza. Dudo mucho que lo lean colegas de esta y otras orillas. Espero equivocarme, pero buena parte de la profesión periodística no lee suficiente. O lee mal. O pierde el tiempo mirándose demasiado al espejo o vagando como almas sin pena por el fango de las redes sociales. Pobres plumillas desnortadas incapaces de dignificar una profesión cada vez más negligente.
Falta conciencia, responsabilidad. Se ningunea a la otra parte. Mirar a la verdad completa no se estila. Incomoda, cansa. O será el odio, la mala intención, la mala baba. Seguramente es el reflejo de la sociedad. Periodistas en la ponzoña. El afán de servicio no se toma en serio. Los valores no se toman en serio. Mejorar la humanidad, próxima y lejana, se ha olvidado. No es mi guerra. La sequedad del Mundo escurre los cauces de la veracidad. Colirio para ojos ciegos y tuertos agazapados en la parcialidad. No es oro todo lo que reluce. Es sombra, ausencia, ignorancia, desorden, inmundicia. Y pasta, mucha pasta. Que no falten hidratos de carbono en las ávidas arcas del bienaventurado dinero.
¿Contrastar? ¡Uff! Lleva tiempo, no es necesario, quita audiencia. Sexo, drogas y rock & roll garantizan éxito, grasa, polémica. La producción es más fácil y barata. Basta un color, una forma geométrica, un alzado sin planta ni perfil, la declaración hiriente sin réplica. Estimula lo rápido, el chachachá: ritmo acelerado, pasos cortos y balanceo de caderas. Emboba el perreo. Así va la cosa. La granja de Orwell se hace fuerte en la frivolidad de alfombras rojas y puñaladas traperas.
En la tertulia radiofónica, en la televisión, en el texto, solo una parte. La otra, la agraviada, no está. No se la invitó en su momento y ahora se la reclama en vano para hacer sangre. El mal ya está hecho. Las hienas interesadas salivan en la orgía. La manzana podrida se consume en un laberinto de pasiones que solo conduce a la infamia. No se percibe el olor nauseabundo, pero está. Se siente. No hay fragancia que alivie la pestilencia. ¡Fos! Al otro lado, el ganado polarizado o indolente traga con unas tragaderas profundas ajenas a la crítica. En el patio de la iniquidad reina la malicia y la necedad. No hay cuidado, mesura. Triste madriguera de raposas y crías amamantadoras de pezones corruptos.
Nadie está libre. Dispara erróneamente quien solo apunta a medios perturbadores o a micrófonos rebeldes. Los destructores estelares clase imperial son lobos con piel de cordero que, encima, salvan la patria y se rasgan las vestiduras ante fantoches de pelo oxigenado.
En medio de la depredación la calle excreta. La marea disfrazada sube y baja entre orines, ajena a la Sinfonía del Nuevo Mundo que templa oídos apartados del ruido. Como reptiles que tragan la roña de cañerías sin desagüe, toca bailar el único baile de la monomanía. Los excrementos de Hamelín evacúan en letrinas chorreadas carentes de papel higiénico, azulejos blancos e hilo musical. Frágiles y vulnerables nalgas y órganos genitales cerca del suelo decadente. Encantan las heces.
La noche oscura trae periodistas de carné y epidermis verrugosa, estropajos fofos en el flujo de una caterva digital que juega a mentir instalada en la penumbra del anonimato. El éxtasis canalla contagia a la profesión que sedujo a García Márquez. Lo que hay. Sobran las medias tintas y eufemismos que suavicen la realidad periodística. La espectacularización de la noticia y sus miserias embarran El lago de los cisnes y la luz de la palabra.