Ilustración: María Luisa Hodgson

No estoy en el club de fans del Premio Planeta, aunque sí han caído en mis manos libros distinguidos con el reputado galardón literario. Uno de ellos es La guerra del general Escobar de José Luis Olaizola. Lo ganó en 1983 y movió alguna que otra conciencia sectaria. Que un militar católico se posicionase en el bando republicano durante la Guerra Civil española levantó más de una ampolla. Hoy la trama rasca igual o más. La polarización asfixia, la palurdez asilvestra, la desinformación enajena y hiere.

Descanse en paz el escritor donostierra recién fenecido a los 97 años de edad. Vivió mucho. Afortunado. O no. Depende de cómo se haya vivido. Héctor Abad Faciolince, que sintió en el totizo el aliento de la muerte, apunta que las existencias cortas se alargan si tienen que contarse. El pulso breve da para interminables palabras.

Dicen que las personas que cultivan cualquier expresión de las bellas artes son longevas. Será que evitan el estrés o beben agua Lanjarón. Vete a saber. El caso es que quienes mueren en torno a los ochenta y muchos o noventa y tantos dejan atrás innúmeros puntos y seguidos.

Fernando Sánchez Dragó, que falleció en 2023 a los 86, cuenta en El camino del corazón (finalista del Planeta en 2002) las andanzas de Dionisio por Oriente en busca de la espiritualidad y la felicidad que le niega Occidente. El desenlace, no obstante, describe la angustia de la última imagen del protagonista frente al espejo. Son los ríos de Jorge Manrique que van a dar a la mar. Aquí la palma todo quisqui.

El novelista Frederick Forsyth expiró, también, recientemente. Tenía la misma edad que Sánchez Dragó y deja una veintena de títulos con más de setenta millones de ejemplares vendidos y varias adaptaciones al cine, como Odessa o Chacal. El que fuera piloto de la Royal Air Force, corresponsal de guerra e informante para el MI6, el servicio de espionaje británico, atrapó adhesiones con acertados relatos sobre cloacas terroristas y gubernamentales. Eso sí, nunca se inspiró en los años de plomo que sufrió la joven democracia hispana, ni en la corrupción que, todavía hoy, azota a su clase política. Nauseabunda realidad que supera a la ficción. La bajeza moral que emponzoña al reino Borbón no la arregla ni el médico chino.

Alberto Vázquez Figueroa todavía fuma puros (palmeros) y galantea. No sé si es el decano del gremio escribidor de la Celtiberia que retratase Luis Carandell, pero no debe estar lejos si consideramos sus casi 89 primaveras. Hace cinco décadas que el paisano publicó la autobiografía Anaconda y el nota sigue tan campante. En octubre de 2024 presentó su, hasta la fecha, postrera creación: 1622. El barco de las ratas. Residente en Madrid (apenas viaja ya a Lanzarote), el superventas, con treinta millones de volúmenes, es un insaciable animal de las letras con alrededor de cien obras publicadas. Larga vida.

Y evocamos, además, este junio de vencejos y fontanería, los cincuenta de Mortal y Rosa, el maravilloso réquiem que Francisco Umbral le dedicó a su hijo, Pincho. El literato honró al pequeño de seis años que no venció al invierno de la leucemia. La enfermedad irrumpió fría, insolente, y tras el desenlace abrió la puerta a una pieza artística incansable, agarradora. Catártica prosa poética sin ñoñerías, diario íntimo que se lee con cualquier violonchelo de fondo y el silencio cauteloso.

Quién lo iba a decir cuando nació el niño de Paco. Quién iba a imaginar la pálida sábana blanca, la risa final, el desgarro a su lado, el payaso, el elefante. Quién.

La malva. Algún día criará la malva.

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