
Ilustración: María Luisa Hodgson
Nos alimentan desde que estamos en la placenta e, incluso, con suero fisiológico en estado de inconciencia. Las células precisan sustento para multiplicarse y, si tercia, reparar tejidos sin necesidad de zurcidos ni máquina de coser.
El instinto de supervivencia empuja a comer, acción que no está reñida con el placer. Tanto que no se concibe la cocina ajena a la satisfacción del paladar. Otra cosa es la gula, que es un pecado capital. Los pecados, cuentan, dañan el espíritu, alma racional que, pese a carecer de células, maneja las manijas del cuerpo con el pensamiento, la razón y la búsqueda del conocimiento. Ya saben, lo enunció Platón. Por eso hay que sortear las vilezas capitales, no por prescripción divina, que también para quien lo sienta, sino para velar por una saludable convivencia, que falta hace en este tiempo de soberbias, avaricias, lujurias, iras, envidias y perezas.
Tres comidas al día son suficientes, aunque dos no amargan. Picar a deshoras no entra en la ecuación. Otra opción es el ayuno intermitente. Se trata de domar al ansioso apetito que llevamos dentro, evitar a toda costa grasas animales, productos procesados, bollería industrial, dulcerío y glutamato monosódico, odioso potenciador del sabor. Caer en las garras de este aditivo es un no parar. La avidez es implacable. No atiende a sentimientos. Maldita manufactura alimentaria, farmacéutica, armamentística… Nuestra debilidad nutre sus insaciables estómagos a prueba de bomba.
Por la boca muere el pez y por el esófago baja el bolo alimenticio, mezcla homogénea de saliva y comida masticada que en poco se parece al comestible que segundos antes ha caído rendido a la apetencia. Y da igual caviar o chorizo perro. Todas las viandas tienen idéntico final. El intestino grueso dicta sentencia. La cloaca iguala por abajo.
Lástima de bocazas sueltas y comisuras sucias encantadas con el caldo de la bronca y la murmuración. Las palabras oscuras ceban a piaras retozantes en el fango. Porqueriza revuelta que aviva las miserias humanas en redes sociales: según el informe Digital News Report España 2025, el 73 % de la ciudadanía patria las señala como canales significativos de propagación de falsedades. Pero cuidado con escupir hacia arriba. Las denostadas y queridas plataformas (paradoja) reflejan la realidad imperante. Aquí miente hasta el tato. Solo un niño y el espejo del pasillo dicen la verdad, recita Gloria Fuertes.
Mientras la clase política se regodea en el embuste, la desinformación campa a sus anchas en algunos medios de comunicación que denigran al periodismo. Así le va a la profesión: una de cada tres personas evita en España las noticias (evasión informativa). El ejercicio periodístico, en vez de extremar la exigencia, garante de un servicio honesto a la sociedad, se arrima a la conjura de la necedad.
Lo efímero, el usar y tirar, lo terriblemente corpóreo se hace fuerte en el erial de la decadencia, entre gusanos plateados campantes en la putrefacción. La desesperanza grita en la catacumba, la bandera roja se atrinchera en la playa de arena ardiente y olas violentas. Una niña descalza, impotente y llorona en el infierno de mariposas fugaces, recibe el grito de una madre devorada por lo caliente: “¡Qué coño te pasa!”. Pobre niña, pobre madre. El estercolero de pesadillas fermentadas ceba la lírica quebradiza del XXI. ¿Dónde queda el beso, el agua naciente, reírse de frío? ¿Dónde quedan los grillos y sus canciones de estío?
Echamos de menos el ojo de Leonardo da Vinci. Tangentes a la bruma descansamos en la eternidad de la obra de arte: admirar el lienzo, reposar en el poema íntimo, dormir en la escucha del nocturno. Algún día echarán el pestillo. Y será tarde.
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