Segundos antes de que el capitán Miller expire y los ángeles de la guarda (los bombarderos B51) vuelen bajo, el oficial balbucea: “James, hágase usted digno de esto. Merézcalo”. La mano temblorosa cesa y la música extradiegética de John Williams acuna la voz en off del general John C. Marshall. El contrapicado al joven soldado se funde hacia el futuro en elipsis temporal y frente a la lápida de su salvador, el viejo soldado Ryan musita: “Todos los días recuerdo lo que usted me dijo en aquel puente. He intentado vivir mi vida lo mejor posible. Ojalá haya sido suficiente. Y al menos ante sus ojos haya sido digno y merecedor de cuanto se ha hecho por mí”.
El doctor Iván López Casanova presenta en el Real Casino de Tenerife a Javier Gomá, director de la Fundación Juan March. El filósofo (eterno) seduce para acercarnos a la imagen de nuestra vida. Esa misma que se vive y envejece. Irremediable. “No hay una tarea superior que aprender a ser mortal”, sentencia el pensador. Y esa propedéutica que nos acerca al estudio de la fatalidad se alimenta de vivencias, en la imagen de una existencia sublime que cautivó al héroe griego: “Aquiles decide ser mortal y al morir cambió la luz del sol por la luz de la gloria y así permanecer en el recuerdo”. Ivancius, a la siniestra del conferenciante, paladea la lección. Muestra su deleite sin alharacas. Tal cual. Por momentos nos despojamos de lo decorativo que no conmueve. Asumimos nuestra mortalidad bajo un “yo cotidiano, un yo del montón, sin relieve”. Se trata de vivir y morir con dignidad asumiendo la propia mortalidad. Y con Gomá, participamos de la gloria de Aquiles. Todos sin distinción. Democrática. Ejemplar como ideal que nos hará progresar: “Una sociedad sin ideales está condenada a involucionar”.
Y el vate, sin querer, salta a la palestra. Pablo Neruda confiesa que ha vivido y en las páginas de sus memorias se desprenden “como en las arboledas de otoño y como en el tiempo de las viñas, las hojas amarillas que van a morir y las uvas que revivirán en el vino sagrado. Mi vida es una vida hecha de todas las vidas: las vidas del poeta”. Las palabras de Ricardo Eliécer (el de carne y hueso) retumban con armonía. No marchitan. Son eternas y ayudan a vivir con más dignidad dentro de cincuenta años y más. Por eso la mortalidad no arruga. Por eso necesitamos a los filósofos y a los escritores, argumenta elocuente el orador tras ser interpelado por el periodista que pisó el barro de la política. Esta conclusión da pie al microrrelato que desmiente rumores. Ivancius advierte de su existencia. Y leo a Gomá: “Ahora considero mi deber salir al paso del insistente rumor que me hace miembro del nuevo Gobierno. Aunque me llamen loco, no aceptaré ser ministro. Y os diré la razón: estoy escribiendo un libro”. Ja, ja, ja… El filósofo marca distancia. Y sigue el texto y transcribo: “Los políticos son los actores secundarios en un gran teatro protagonizado por los hombres de letras, configuradores de la conciencia venidera. Estoy escribiendo un libro y el universo entero está en vilo y pendiente del resultado. ¿Y tú quieres que cambie mi papel protagonista por uno de reparto? Estás loco. Una vez más, desmiento rotundamente los rumores”. Pero tras el punto final viene la posdata: “Si me llamaran para servir a mi país, podría terminar mi libro en un par de semanas como máximo”. Ja, ja, ja… El filósofo es socarrón.
“Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, recita Machado y canta Serrat. Y en el transcurso, más tarde que pronto, amanece el epitafio que resume los accidentes y la sustancia. Esta última es la que importa porque su forma, en el fondo, es inmortal.