Amanece que no es poco. Para lo que está cayendo… Aunque sin dramatismos. Más de media humanidad vive al margen de Dostoievsky y en el 37 de St. James’s Street se sigue tomando el té a las cinco. O sea, normal. Porque estar al tanto de la vida y obra del escritor ruso o venerar a Faulkner solo pasa en el surruralismo de José Luis Cuerda, que en paz y en su mundo de colores descanse. Lo doliente es que la realidad supera a la ficción. El humanista George Steiner evidenciaba el aserto: “Un hombre puede leer a Goethe o Rilke por la tarde, puede escuchar a Bach o a Schubert y después ir durante la mañana a su trabajo en Auschwitz”. Polvo somos. Es la contingencia del ser o no ser de Shakespeare, más comercial (¡maldito business!) que el impulso del ingenioso hidalgo Don Quijote por deshacer entuertos y castigar agravios. ¡Evidente!, apunta, ágil, Pablo Domínguez, catedrático jubilado de Filología Inglesa de la Universidad de La Laguna y excorresponsal en España de la Annual Bibliography of English Language and Literatura. Con él y compaña comparto vaso vino y demás tragaderas. Saludable costumbre que asoma, casi siempre, de sopetón. Y antes del sorbo postrero del aguardiente se concluye que el latín no ha muerto, sino que evolucionó a sus dialectos: castellano, francés, italiano, rumano… Y que dentro de algunos siglos, probablemente, el espanglish sea referente globalizador en detrimento del inglés de Estados Unidos. Ja, ja, ja… Los descendientes de Donald Trump wasappiarán un selfie después de hangear hasta la cinco de la mañana. No se pueden poner vallas al campo.
Otra cosa es la élite hinchada del Reino Unido (diecisiete millones de personas votaron para abandonar la UE el 23 de junio de 2016) que confirma el Brexit, una muestra más de la afectación del british, orgulloso de la Commonwealth y a quien le trae al fresco el culo del escocés, el Sunday, Bloody Sunday, Malvinas, Gibraltar y la Sinfonía número 9 de Beethoven. Además, el divorcio del Reino Unido no supondrá la eliminación del inglés como lengua en Bruselas pues es oficial en Irlanda y Malta. La sombra del Big Ben es alargada y el apartamiento del ínclito Boris Johnson no menguará la influencia dominante que el idioma de su graciosa majestad tiene en el Mundo. Su pujanza es tal que en España, presa de un persistente complejo de inferioridad ante lo foráneo, se ha erigido en instrucción esencial para pavonearse y brillar en sociedad mientras se descuida la competencia gramatical propia. De esta forma, al tiempo que se exige tener el nivel B1 de inglés para optar a un posgrado, el alumnado de nuestra querida ULL se está graduando con serias y preocupantes carencias a la hora de redactar con solvencia sintáctica y ortográfica. Incluso, en los estudios de Humanidades y de Ciencias Sociales, como Periodismo y Educación Infantil y Primaria.
Inquieta que un porcentaje creciente de enseñantes no esté a la altura de la lengua española. Apena que una nutrida y alarmante pléyade de periodistas no construya textos informativos con la excelencia debida. ¡Y da igual!
La comunidad docente de Primaria y Secundaria ha entrado en una cómoda práctica de falsos aprobados que se despachan sin pudor a la Enseñanza Superior con la bendición de la Consejería de Educación del Gobierno canario, obsesionada con estadísticas y protocolos. Ya lo hacía durante la intendencia nacionalista y, ahora, también, con el PSOE de la consejera María José Guerra, sujeta a fragosas comisiones de calidad y a informes de especialistas en Pedagogía que escriben sesudos artículos científicos en inglés sobre TIC, metodología y cognición para gloria de la Union Jack. La catedrática de Filosofía Moral debería poner luz en el disparate.