Ilustración: María Luisa Hodgson

Para don Miguel Fuerteventura fue un oasis. Así la describió después de que Primo de Rivera lo desterrase a lo más lejos posible. El castigo al intelectual se prolongó entre el 12 de marzo y el 9 de julio de 1924 tras ser amnistiado, pero lejos de regresar a Salamanca, donde ostentaba la cátedra de Lengua Griega en su universidad, se autoexiliará a París y luego a Hendaya hasta 1930. Unamuno tenía claro que no regresaría a su querida España mientras el general estuviese en el poder.

El escritor de la Generación del 98, crítico con el gobierno dictatorial, asumió que el correctivo, que conllevó, además, la pérdida de empleo y sueldo, se había producido por su incorregible afán por perturbar el orden establecido. Rebelde con causa. Paladín condenado a vivir en medio de la mundana celotipia. Por eso, escribe que en la Isla canaria encontró la calma para que su espíritu bebiese de aguas vivificantes y saliese refrescado y fortalecido para continuar viaje a través del desierto de la civilización.

Maldita y seductora. Así es la vida de la sociedad política, maleable y casi siempre corrupta de la que renegó Platón. Es el apego a complicarse la existencia. Es la lección de respeto al espíritu y de amor entrañable a la tierra que duele como duelen los verdaderos amores, apuntaba Salvador Luján (seudónimo de Víctor Zurita) en alusión a Unamuno en un artículo publicado en el periódico La Tarde en 1963. Por eso rechinan las banderías ideológicas y mezquinas que anteponen, los discursos maniqueos de buenos y malos, «hunos» y «hotros», rojos y nacionales. Lo sufrió el profesor y demás liberales que después del Directorio Militar apoyaron a la República de 1931. Tocaba la regeneración. Era lo suyo. Como también fue lo suyo desencantarse en 1936 ante la indómita anarquía y el sectarismo del Frente Popular, aunque dos años antes el autor de Abel Sánchez. Una historia de pasión (1917), certero y mordiente retrato de cainitas y abelitas, fuese adulado con el nombre de una cátedra y el cargo de rector vitalicio.

Tras la reprobación, Unamuno sufre de nuevo la conjura del necio. Azaña toma cartas en el asunto y cercena el honor académico «por no responder a la lealtad a que estaba obligado». El catedrático es cesado por el presidente republicano. No obstante, las autoridades sublevadas le reponen de nuevo. Quita y pon. Prepotencias de bastón de mando y coche oficial que dan paso a ruido de sables en los dos bandos, a la guerra cruenta. Excesos y desmanes cobran protagonismo, si bien no se trata de conquistar, le reprueba Unamuno al astuto Franco, generalísimo mientras duró el conflicto bélico y hasta su muerte en la cama.

Desengañado, el sabio confiesa que está solo porque ni es bolchevique ni fascista, al tiempo que el rifirrafe con el fundador de la Legión, Millán Astray, en el discurso del Rectorado del 12 de octubre (Día de la Raza), enaltecido históricamente y ficcionado por Amenábar, le ocasiona una nueva destitución. Mismos perros con distinto collar. Ladridos estentóreos y una canción trágica: «Horas de espera, vacías; / se van pasando los días / sin valor, / y va cuajando en mi pecho / frío, cerrado y deshecho, / el terror».

Unamuno falleció el 31 de diciembre de 1936 junto a un brasero. Y sigue candente.

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