Ilustración: María Luisa Hodgson

Pedro es médico adscrito al Servicio Canario de Salud. Ha dado positivo por coronavirus y, en la actualidad, se encuentra confinado en su domicilio con ganas de retomar la actividad que le roba el alma. Tarda de cinco a ocho minutos en ponerse el traje ese de astronauta, pero las urgencias con una paciente en estado grave hace que descuide el protocolo de protección personal. Con el SARS-CoV-2, mejor no enredarse. Es implacable en las distancias cortas y el estrés o el ensimismamiento en su celo profesional le juegan una mala pasada. Pero no es un caso aislado. La realidad, por múltiples causas, es que España lidera la cifra de sanitarios contagiados en el Mundo (cerca de diez mil). Triplica el porcentaje de China y supera a Italia en casi cuatro puntos. Tristes guarismos para un colectivo modélico y altamente cualificado que tiene que reutilizar batas y mascarillas lavadas porque no hay suficientes o utilizar el parapeto de una bolsa de basura para que el bicho no salpique. Es la guerra y, si es preciso, se agudiza el ingenio o se apura el riesgo a costa de la salud propia. Heroica vanguardia que contrasta con una incompetente retaguardia de pandereta que compra tests rápidos que no funcionan bien. Mientras, la callada morgue aumenta en su desdicha y el Ejército destapa personas mayores, arrugadas, secas, blanquecinas, enfermas y, algunas, apagadas. Es la vida intramuros, sola y postrera. Existencia surrealista. Las Hurdes de Buñuel en la sociedad capitalista y rica del Primer Mundo. Escenario gris entre bastidores que molesta al establishment herido por imágenes políticamente incorrectas. Las cajas no tienen buena prensa y angustian al bulbo. Maldito Vietcong. Terapia psicológica. Demasiados ataúdes que afean el folclore de Balconia, ahí donde españolitas y españolitos (les guarde Dios) aplauden por no llorar. Atinada república independiente que presenta el colega José Antonio Gundín. Coplas al viento entre geranios contemplativos en un universo digital con tuits que ponen nombre y apellido a la tragedia: “Papá ha muerto esta madrugada. Se llama Julián Iglesias, 89 años. Como él no era famoso no saldrá en las noticias, ni será TT. Solo un número más entre las muertes provocadas por el coronavirus…”.

Aquí o allá. En el murciélago, en el pangolín o en la deliciosa carne de perro. Indicios de laboratorio en busca del maná salvífico. La pandemia que advirtiera Tedros Adhanom estremece en las residencias de Finca España o Fasnia, en Galapagar, en la privada Ruber, en La Candelaria, La Paz o en el Hotel H10 Costa Adeje Palace. ¿Recuerdas? El agente infeccioso hurga en negro, amarillo, rojo y blanco. Y en la entendedera del arrogante Boris Johnson que da positivo en el número 10 de Downing Street, en la de Donald Trump y su América para los americanos o en la del presidente del paraíso, Ángel Víctor Torres, que cesa a la consejera de Sanidad, Teresa Cruz, por la presión sindical o tanto da. Maniobras orquestales, ahora en manos del sabio (por viejo) Julio Pérez. Trincheras próximas en hogueras de vanidades. Y piel de gallina el día que la peste más mediática corra veloz por favelas y callejuelas de Bombay y Calcuta, y por los polvorientos polvos de Yuba, en Sudán del Sur, indiferentes a The Mandalorian.

La vida es una continua sucesión de esperas que, sin sentido, quiebran la esperanza. Es no darle valor al tiempo que es un regalo, escribe Andrea Köhler en un librito maravilloso. Cuando las cosas van mal el sacrificio llama a la puerta ajeno a la letra de una incomprensión mutua. Baby! La seductora melodía de Elton John basta. Es suficiente para pasar por alto lo peor y afanarse al margen de los cálices mundanos.

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