Los números son fríos, demoledores. No dejan lugar a interpretaciones. España es el país con más profesionales sanitarios contagiados por el coronavirus y, por el momento, exhibe la peor tasa de mortalidad en proporción a su población. Uno de cada cinco muertes por COVID-19 en el Mundo se produce en el reino de Felipe VI. La pandemia deja huella y datos escalofriantes, como que este marzo ha sido el peor mes de nuestra historia en desempleados y en pérdida de afiliaciones a la Seguridad Social. Y en abril se agravará la situación. Algo no se ha hecho bien y la ciudadanía acostumbrada, y su circunstancia, la de la esquina, paga el pato. La que reza o maldice en sus casas, saca a pasear al chucho, zampa magdalenas, define tableta abdominal, vegeta en la cama, comparte gilipolleces ideológicas (eso va a misa), sirve a la causa voluntaria o a la hedonista más placentera, cultiva el intelecto (también), genera noticias falsas, consume minutos en incansables grupos de wasaps o frente a la televisión basura o al videojuego que entontece y enerva, se emociona con Resistiré, alardea en redes sociales porque la claque siempre babea (y lo sabe), polemiza porque su naturaleza es querulante, trabaja a destajo en actividad esencial o no, carameliza cebollas, considera a bocazas de talk show, murmura, difama y malquiere, contenta a diestra y siniestra (fofo), comprende, perdona y arropa, sufre confinada.
Luego, al lado (misma piel) está quien vela por el bien común desde la política, coma o defeque en La Moncloa, Galapagar, Cámara Alta o Baja (tanto da), en el Parlamento de Teobaldo Power o casa consistorial. Y se sube el sueldo y paga a la altiva guardia pretoriana que vela por su culo. Reglas del juego en el tablero menos imperfecto.
Santiago Sesé, presidente de la Cámara de Comercio de Santa Cruz de Tenerife, habla de emergencia socioeconómica. La recuperación no será en V y la base de la U será tan extensa que se transformará en una L desesperante. El desplome del tejido productivo en este infectado bisiesto será de órdago, más funesto que la recesión de 2008 y el posterior estallido de la burbuja inmobiliaria. Ahora, además, lloramos cuerpos en la distancia. Lágrimas sin roce. Responsos virtuales. Doble de campanas que también doblan por mí y por ti. Niñas y niños del final de la Guerra Civil que llevaron la Dictadura a la Transición y, en este momento, con arrugas en la cara, callan en camas de hospital y burocracia. Avergüenzan insinuaciones a limitar esfuerzos terapéuticos. Camisones y pijamas a rayas.
Y de nuevo, el colectivo de autónomos clama en el desierto. El mismo día que el Consejo Ministerial despótico aborda la crisis, millones de cuentas bancarias sangran con el cargo correspondiente. Implacable, no pregunta por el puchero. Pero en todas partes cuecen habas y el Sindicato de Empleados Públicos del Archipiélago salta después de que Casimiro Curbelo aventure un Expediente de Regulación Temporal de Empleo en la Administración pública canaria. El oligarca colombino, que paga funerales y ortodoncias, otea nubarrones en el monocultivo de sol y playa. ¡No me jodas! Sacrificios los justos. Primero lo mío y luego los demás. Gracias a Dios.
Héctor Abad Faciolince escribe que siempre quiso un imposible: que su padre no muriese nunca, así que combatió el inevitable desenlace (en su caso, antes de tiempo) resucitándole a personaje literario. Papá, desde entonces, vive en páginas milagrosas de letras y palabras. Es la certeza del escritor colombiano, como el desaliento que hoy palpamos en el apestado veinte veinte. El olvido que somos.