Ilustración: María Luisa Hodgson

Es un instante. Solo un instante. Y da igual que sea una crónica anunciada o se dramatice en camiones de mudanza en el Brooklyn más esperpéntico de Woody Allen o en góndolas fúnebres en un canal de Venecia. El silencio rayano y el dolor inmediato que desgarra no se olvidan jamás. Primeras líneas sin gaitas ni redobles ni salvas. Da lo mismo. Números para el recuento de quien vive, porque la muerte, ahora, es un dato para la opinión pública, ajena a procesiones que toquen adiós a la vida. Mario Cavaradossi, el pintor amante de Tosca, es una quimera. El llanto se envía por wasap. Las honras se posponen, se incineran en un trámite. No hay funerales, solo rezos y blasfemias que miran a la misma luna. Las flores de mayo no llegan a las áreas restringidas. La tristeza se escribe con letras parcas y emoticonos en la pantalla del teléfono móvil Samsung, iPhone o Huawei, ese chino global de fideos y coronavirus. En el estado de alarma no hay palabras intensas para el consuelo. Se las llevó el viento de las redes sociales y la tontuna de la telerrealidad de Jorge Javier y Fernando Simón.

Los que mueren no hablan. En España, ya, cerca de treinta mil. Por el momento, transitan en desamparo. Es como si Becquer los viera y rimase, lento, sus versos: “¿Vuelve el polvo al polvo? ¿Vuela el alma al cielo? ¿Todo es sin espíritu, podredumbre y cieno? No sé; pero hay algo que explicar no puedo, algo que repugna aunque es fuerza hacerlo, el dejar tan tristes, tan solos los muertos”. Entretanto, el hombre que quiso ser presidente a cualquier precio planea la maña. A la media asta no le ha llegado su hora. El luto oficial lagrimeará conciencias cuando la propaganda de la apócrifa nueva normalidad marque senda. La suya. Manejo mundano para corazones gastados de casta. El vivo al bollo.

El poeta Carlos Morales escribe que la vida, pese a la tragedia y a míster Hyde, es una obra de arte que el ser humano forja a través de una constante tarea creadora y necesita de un continuo perfeccionamiento con ayuda ajena. Es el nosotros de Octavio Paz que se distingue en el amor, maravillosa voz maltratada que culmina en el último suspiro y da sentido a la existencia. Savias de otra pasta. Con el amor militamos y sin él las sombras se adueñan de un entorno imperfecto. Por eso, si se muere a montones se escapa la hermosura de morir, se disturba lo más propio del aliento. A la muerte hay que cuidarla aunque sea guadaña. El país por descubrir de Hamlet merece entregar el alma en los hospitales, en las residencias de personas viejas (queridas) y en cualquier rincón del Orbe en donde el encefalograma amenace plano. Pero hace frío. Hiela en la vanguardia, en las fotografías en blanco y negro de Pallero. Las batas blancas de Urgencias, Uviología, Neumología, Geriatría… y resto de esenciales sufren el estrés de la bala certera. Los test rápidos tienen una alta tasa de falsos negativos. No obstante, no ha lugar el paso atrás. Si caben, por el contrario, lágrimas de zozobra entre bastidores y ayuda psicológica. Esta es la historia. La única. Media vuelta, mascarillas, gafas, guantes, trajes de protección y el deber que llama, el de las guerras de Mambrú a cara de perro o no que se evocan con cruces y nombres grabados en líneas eternas. Ojos rayados. Es como el ensayo de la ceguera: quienes han tenido contacto, incluido el oftalmólogo, se vuelven ciegos. El canto melancólico rompe la tiniebla. Lloramos.

 

 

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