Ilustración: María Luisa Hodgson

Hay ginebras, al igual que tantas cosas prescindibles y hedonistas, que debes probar, al menos, una vez en la vida. La que nos ha tocado. Con el tiempo repetirás sin acostumbrarte y no será lo mismo. No tendrá el encante de la primera vez. El poso que deja, my darling, no se olvida jamás. Como aquel arrulle con el Can’t Help Falling in Love. Caía la tarde un día de agosto de calores y apenas brisa. Hubiera sido un pecado no enamorarse. También podría ser como aquella noche en la cabaña del Turmo, pero mejor Elvis que Celtas Cortos, aunque la banda vallisoletana dejase huella en el concierto del parquin a principio de los noventa. ¿Te acuerdas? El caso es que el empresario Roy Ledesma aconseja la gin Monkey 47, una joya de la Selva Negra, en su territorio del Strasse, la terraza más chic de la capital tinerfeña hasta la una de la madrugada, ahora que las medidas de prevención velan por la salud pública. Este espacio para el goce del parque García Sanabria es un remanso premium, una burbuja green entre las olas de la pandemia. El yintónic alarga la sobremesa con flores y enebro. Burbujas transparentes en un oasis del paraíso, deleite al que no renuncian el Macusamba de Esther Medina y Pilar Parejo, el Ático NH, la Azotea Urban 180 y el Atlántico que fue de los Coll. Mientras, el Mencey del Cabildo e Iberostar, al contrario que el Santa Catalina de Manolo Martínez Fresno, marchita.

Y en la luz, la sombra. El otro lado asoma. Lo cortés no quita y demagogias las justas. El arquitecto de Matrix o la disposición del orden que Dios propone. Por eso, a pocas millas, cientos de voces distantes, anónimas, negras, gritan de terror, solas, a capela. Luego silencian entre lágrimas incapaces de apagar zozobras en medio del océano. Tanto remar para morir en la orilla. Es la conmoción en la Fuerza tras la explosión del planeta Aldebarán. Ficción del wéstern galáctico en la existencia real, abonada, igualmente, a contar las víctimas de la Covid-19, próximas, reconocidas, blancas en el primer mundo detrás de la mascarilla.

Los cadáveres del cayuco desaparecen en la profundidad o arriban tiesos, hinchados, a la deriva. Quienes llegan vivos al Archipiélago se someten a la prueba PCR para detectar la enfermedad viral. Protocolo habitual, no así en los aeropuertos exquisitos. Los seres humanos miserables emprenden la ruta de Canarias desde Senegal o Mauritania. Y se les controla. La clase vip del continente europeo entra a las Islas como Pedro por su casa haciendo imposible homologar a Canary Islands como destino seguro. A estas alturas del drama sanitario cuesta entender por qué no se implementan los inexcusables test sanitarios. De nuevo, la clase política profesional confirma ineptitud. Farsa instalada. Normal que ante la apatía ejecutiva el presidente de la patronal Ashotel, Jorge Marichal, eleve la voz y dé un golpe en la mesa para intentar salvar la temporada de invierno. Se trata, subraya, de evitar el colapso económico. Más claro, agua.

Viajes inversos que aparcan la razón, pintan litorales con salvavidas en busca de esperanza y encargan coronas súbitas tras la infección del rebrote inconsciente. Los pulpos alados de André Bretón reivindican, hoy más que nunca, el surrealismo imperante, la flojera andante que sostiene castillos de arena. Mensajes que apelan a la influencia de los ñoños influencers. Pena.

“Nos viene una época dura”, advierte el delegado del Gobierno en Canarias, Anselmo Pestana, refiriéndose a la calma de la mar en septiembre, llamada para más sueños rotos y llantos por muertos, que son iguales vengan de donde vengan.

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