Ilustración: María Luisa Hodgson

Ashli Babbit fue abatida por la Policía durante el reciente asalto al Capitolio de Estados Unidos. Era una exmilitar residente en San Diego, California. Ataviada con botas para la nieve, pantalones vaqueros y una bandera de Donald Trump alrededor del cuello, recibió un disparo en la cabeza después de que dos compañeros de refriega la levantasen hasta el borde de una ventana rota. La exveterana de Irak y Afganistán daba su vida en acto de servicio tras recorrer cuatro mil kilómetros. Todo por la patria republicana del populista, prepotente y malcriado mandatario estadounidense. Yellowstone Wolf tuvo más suerte. El chamán disfrazado con un gorro de piel de bisonte y cuernos, sin camiseta y cara pintada a lo William Wallace salió vivo y coleando del asalto. Su imagen ha dado la vuelta al Mundo, protagoniza memes virales y a la espera de que le caiga, presumiblemente, el peso de la ley encima, se ha erigido en icono del QAnon, una red que promueve teorías de la conspiración, como el interés por aniquilar al todavía presidente Trump. La América profunda se visibilizó sin pudor, mancilló la democracia más antigua del Mundo justo cuando se estaba produciendo la votación en la que el Congreso debía ratificar al demócrata Joe Biden como nuevo presidente del Gigante del Norte. Un horror patrio que Trump alentó en sus plataformas sociales (“Esperad la señal”, “Nunca nos rendiremos”, “Vamos a detener el robo”…) hasta que Twitter, Facebook, Instagram y Snapchat le bloquearon. Borrego.

La pelea entre barras y estrellas (y alguna confederada) que se escenificó en el emblemático edificio de Washington, por momentos, el saloon de Dodge City, puso en bandeja la defenestración del Trumpismo, Ivanka incluida. Ahora, lo que está por ver es que este jaque mate (tiene toda la pinta) tenga efecto cascada en otros movimientos populistas, como el que movilizó el Brexit en Reino Unido, o los que lideran Pablo Iglesias (Podemos) y Santiago Abascal (Vox) en España; Jean-Marie Le Pen, su hija Marine y Mélenchon, en Francia; Viktor Orbán, en Hungría; Jarosław Kaczynski, en Polonia, y los de carácter xenófobo en países como Dinamarca, Holanda, Suiza y Austria, todos, con planteamientos que llevan a una confrontación política que divide, separa, aísla… Apegados a posicionamientos, muchas veces, supremacistas como respuesta a problemas globales (terrorismo o migración), y aderezado por un estilo político que se sustenta en el liderazgo de una figura carismática con presencia activa en el cenagal de las redes sociales.

Difícil gestionar las pasiones (amor-odio) y el miedo al contrario. Difícil desatascar el desencuentro en una sociedad que vive en constante guerra fría consigo misma. La tan cacareada tolerancia viste y se escribe de mentira en decorados digitales cada vez más polarizados. Pensar de forma diferente no nos enriquece (y debería), antes bien, aparta. La intransigencia sueña con un mundo utópico de iguales que no existe ni existirá porque cada ser humano es distinto.

“Lo importante de una tecnología es cómo cambia a las personas”, asienta Jaron Lanier en el ensayo Contra el rebaño digital. Para bien y para mal. Y el rebaño digital, es el caso, no es neutral, equilibrado, sereno. Por eso, si de rebaños se trata, me quedo con el de cabras de don Nicomedes Carballo. Ese que pastorea junto a su perro, Moreno, en la montaña de Chivisaya, entre Candelaria y Arafo. Despertarse a las tres de la mañana para ordeñar y dar largos paseos por la cumbre es más saludable.

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