Ilustración: María Luisa Hodgson

Suelo planchar los domingos por la mañana durante una o dos horas (depende del tamaño de la tonga), el tiempo suficiente para escuchar, con vistas a Valle de Guerra y olor a campo, uno o dos programas del pódcast Documentos de Radio Nacional de España. Este espacio de cuidada producción profundiza en personalidades y acontecimientos destacados de la historia, abarcando, además, temas de interés actual en los ámbitos social, cultural o científico. Magnífico trabajo el que realiza su equipo de periodistas, enfrascado en lo que se denomina «Periodismo slow» (lento), frente a ese otro en donde la inmediatez marca el ritmo. Los dos son necesarios y los dos requieren de esfuerzo y conocimiento cuando la intención es generar productos de calidad, que es de lo que se trata. Lo contrario solo aporta mensajes dañinos que contribuyen a la desinformación y a acrecentar la memez de quienes los consumen. Por eso es tan importante seleccionar los contenidos y las autorías. No todo es verdad, no todo vale y no todo, al igual que sucede, por ejemplo, con los alimentos, es saludable para el cuerpo y el espíritu.

La responsabilidad de quienes enseñamos una parte de la bonita, absorbente e imprescindible profesión periodística desde el aula universitaria y seguimos pegados a la mesa de redacción (difícil apartarla) nos obliga a extremar la exigencia propia y la del conjunto de personas que comparten quehaceres. Y no es fácil. No es fácil aparcar el smartphone, no es fácil desmarcarse de la corriente dominante, feroz tragaldabas de una incesante vomitera digital, aunque se vista luxury, de falsedades, medias verdades, postureos, gilipolleces, maledicencias, vanidades… mostradas en un sinfín de palabras e imágenes que se engullen desde la mañana hasta la noche, incluso acostado en la cama y con la luz apagada (vamping).

En este medioambiente la pornografía campa a sus anchas. Es caldo de cultivo para que infantes, adolescentes y almas efervescentes se sumerjan en el escabroso mundo de la mujer objeto, de la mujer violentada, de la mujer sexualizada, de la mujer maltratada, de la mujer gastada, de la mujer utilizada, de la mujer vejada, de la mujer acosada, de la mujer banal, de la mujer degradada, de la mujer ficcionada, de la mujer desigual, de la mujer herida y zarandeada. De la mujer irreal.

En la era de Internet el porno invade las pantallas y mentes frágiles de doce años en adelante. Según un estudio reciente realizado por Save the Children en España, siete de cada diez jóvenes engulle escenas explícitas, duras, de forma frecuente a través del teléfono móvil. La depreciación de la sexualidad, la cultura de la violación, el fomento de actitudes machistas se hacen fuerte en el silencio de la intimidad onanista y en el silencio de un feminismo libertino, disparatado ante tanta sigla LGTBIQ+.

En pandemia de desapegos y en crisis de amores, frente a la querencia gozadora y utilitaria, frente a la voracidad sombría, me arrimo a la mujer desnuda que recita Mario Benedetti, el poeta cómplice que se acercó a mi ventana de planchar el último domingo de pódcast entre camisetas, camisas, blusas, pañuelos y pantalones. Entonces, atento a pliegues, vapores, deslices y a una vida versada que se cuenta, asomó la mujer desnuda del trovador charrúa (un destino, un despilfarro, un enigma) para animar la faena doméstica. Prosopopeya. Lírica del revés y del anverso, y de la arruga. La que tiene la mujer. Y la mujer desnuda. Esa que también se muestra en la pared de casa gracias a Maribel Nazco y Felipe Hodgson o la que pincela Miguel Arocha con maestría. Nunca te acostumbras.

En lo oscuro, junto a una mujer desnuda, alumbra la luna, almidonada.

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