Ilustración: María Luisa Hodgson

La desaparición de Tomás Gimeno y sus dos hijas en Tenerife centra desde hace semanas la información de sucesos en los medios nacionales. Sin ánimo de frivolizar sobre el caso, condenable a todas luces, estamos ante un plan de escape perfectamente trazado. Hasta la fecha, perfecto. No hay rastro. No hay pistas. O, por lo menos, no han trascendido a la opinión pública debido a que la investigación está bajo secreto de sumario.

La operación se planificó con todo lujo de detalles. Nada se dejó al azar, a la improvisación. Se diseñó al milímetro. No había lugar al error. Estaba en juego el éxito o el fracaso. Y visto el andar, por ahora no se vislumbran cabos sueltos que den con su resolución.

El secuestro parental se programó para el 27 de abril. Ese día, nada más levantarse de la cama, Tomás Gimeno sabía que no era otro martes cualquiera. Ya no había marcha atrás. No soportaba que Beatriz, su ex, mantuviese una relación con «el viejo» de sesenta años. A lo largo de la mañana repasó con pelos y señales el guion trazado durante meses. Golpe certero y cruel. Maldito desamor. La venganza es un plato que se sirve frío. En su imaginario había asumido el papel calculador, hasta justiciero, de Edmundo Dantés contra Fernando Mondego, no el del perturbado Hamlet ni el del violento Aquiles.

Tras recoger a la pequeña a las cinco de la tarde en casa de Bea y a la mayor en el colegio, llevó a su perro al domicilio de sus progenitores. Después regresó a su vivienda de Igueste de San Andrés con jardín y vistas al océano, dejando antes a Anna y a Olivia en el solitario escondite que llevaba surtiendo hace tiempo con comida, bebida, medicamentos, dinero en metálico y artículos suficientes para aguantar meses sin temor a ser descubierto.

Anna y Olivia no regresarán con su madre a las nueve, la hora convenida. Todo marcha según lo previsto. No han surgido contratiempos.

De nuevo al volante de su Audi blanco, se dirige a la Marina Tenerife para meter en el barco deportivo de su propiedad, atracado en uno de los pantalanes, una serie de bártulos que guarda en el maletero. El reloj marca las nueve y media de la noche. Es consciente de que las cámaras de seguridad le están grabando. A las menos diez sale del Puerto para comprar en una gasolinera un cargador. Al móvil le queda poca batería y tiene pendiente enviarle un último wasap a la que fue su mujer: «No las verás más». Regresa a la Marina a las once y media, embarca y ahoga el teléfono. Pasada la medianoche zarpa con luna llena.

La embarcación, de seis metros de eslora, navega hacia el sur de la Isla. A estribor deja el Auditorio. En su sala sinfónica parece que tronan los violines, timbales y trompas del buque fantasma de Richard Wagner.

Tras una impaciente navegación con el GPS desactivado, el patrón apaga el motor frente a la costa del valle de Güímar. Ata los bártulos al ancla y la tira hacia el abismo de 400 metros de profundidad.

Apenas separan dos kilómetros de tierra y Tomás Gimeno, en buena forma física, abandona la lancha dejando a bordo unos aparejos de pesca, un gorro de bebé, una manta, un juguete y un rastro de sangre. Maniobras de despiste. Con traje de neopreno, gafas, aletas y una mochila impermeable nada hasta la orilla. Está algo exhausto, más por la tensión que por el esfuerzo. Cerca ha estacionado un automóvil. Nadie le espera y nadie advierte su presencia.

Conduce raudo y seguro hacia el escondite donde las Niñas duermen. La noche le ampara y por delante quedan meses de clausura.

Hasta que el temporal amaine. Y otro martes cualquiera embarcarán hacia Belice.

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