Ilustración: María Luisa Hodgson

Recientemente departía con un colega docente de la Universidad de La Laguna sobre ética y estética. La cuestión surgió a raíz de una novela que ha suscitado polémica, más sobre la conducta moral o no de su autor que sobre los valores literarios de la obra. Las dos palabras parónimas han rondado en torno a mí durante estos últimos días y ahora vuelven a asomarse al considerar la vulgaridad en tanto comportamiento reprobable. ¿Pero para quién? ¿En qué contexto? Está claro que lo correcto o incorrecto del proceder en el ámbito social se juzga, en la actualidad, más desde la óptica de lo que la ley considera punible que desde la apreciación que pueda tener cualquier persona, comunidad, tribu o cultura imperante. Así, por ejemplo, mientras en los países árabes se invita a eructar tras disfrutar de una suculenta comida, en Occidente la costumbre de expeler los gases del estómago por la boca no está, en absoluto, bien vista. Tiempo al tiempo.

El caso es que en esta sociedad nuestra tan auténtica, revolucionaria y ofendida, la exhibición de lo vulgar gana terreno a gran velocidad e, incluso, con Vicente Verdú, tiende a convertirse en estilo de vida, “hedor de las relaciones humanas heridas”. ¡Y cuidado con la crítica! Aunque sea honesta, cortés e intelecta se corre el riesgo de sufrir el azote ad hominem de la jauría viral, habitante de una realidad cada vez más desaliñada, liberal, polarizada e intolerante (perturba). Entonces se es homófobo, facha, pijo, machista, feminazi o rojo de mierda.

En edades pretéritas lo vulgar originaba pudor, ahora es tendencia y se luce en la calle y en su reflejo, más o menos grosero, de las plataformas sociales. Y no se trata de escandalizarse ni de rasgarse las vestiduras, sí de rebelarse contra la normalidad de lo zafio. Reivindico, sin mojigaterías, la elegancia de la mesura, la finura de la templanza, la modestia del decoro, el encanto de la vergüenza.

Los medios de comunicación tampoco se libran de la ponzoña. Y no mentaré de nuevo en esta página a los que retozan en el fango de la basura, sino a otros que, bajo la vitola de la credibilidad, caen también, pusilánimes, en el morbo como foco de atracción. Lo vemos en el titular ya conocido que firmó la agencia EFE en un respetable periódico del Archipiélago: “Una transexual canaria afirma que no le queda otra que ‘salir a comer pollas’ para vivir”. Quien redactó la noticia, la agencia que la distribuyó y el diario que la publicó no consideraron que el testimonio discordante (ya lo he escrito) podía cambiarse por prostituirse sin variar un ápice el rigor e impacto informativo. En otras ocasiones se emplea el recurso gráfico del asterisco en sustitución de las últimas letras del vocablo que conforma el insulto: “La explosión de Laso. ¿Dónde coj**** tenéis la pu** cabeza?”. El asterisco atenúa la violencia de la expresión del entrenador de baloncesto del Real Madrid sin ocultarla, reclamo para entrar en la información y descubrir la causa que origina el exabrupto.

El espectáculo de la vulgaridad supone una gran oportunidad para que las cabeceras de prestigio se distingan y marquen distancia, no para que se sumen a él. La obscenidad sin ambages se hace fuerte en el medioambiente contemporáneo, fórmula magistral para posicionarse en el estiércol perfumado de la libertad democrática, campo abonado para que florezcan exitosas y lucrativas iniciativas empresariales, como La Pollería del tinerfeño Pedro Bauerbaum.

Mujeres y hombres (no faltan adolescentes) hacen cola para comprar un gofre chocolateado con forma de pene o vulva. Luego, lo degustarán en la vía pública. La moda de la vulgaridad que cosifica, de nuevo, la sexualidad. El negocio de la vulgaridad que comercializa, de nuevo, la intimidad.

Sin rubor.

 

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