Ilustración: María Luisa Hodgson

Saboreo un Negroni en compañía de una gastrónoma rubia y un fotógrafo calvo en lo más alto del Hotel Santa Catalina. Desde el Alis Rooftop Bar se divisa una espléndida vista de la ciudad y del puerto de Las Palmas de Gran Canaria. Acompañan al cóctel (Campari, ginebra, vermut rojo, naranja y hielo), creado en 1919 por el conde Negroni, papas fritas, snacks japoneses y gominolas. Dice la gastrónoma que las gominolas cortejan bien a la bebida italiana. Calma la noche. Cerca, una pareja amorosea. Ella apoya la cabeza sobre el hombro de él. Me invento el neologismo amorosea, al igual que Rafael Arozarena inventó fetasa. Aunque no es lo mismo. La “coña marinera” de fetasa, escribió una vez Luis Alemany en DIARIO DE AVISOS, dio lugar a un movimiento literario en los años sesenta y setenta del siglo XX. La coña marinera de amorosea no tiene mayor trascendencia.

Hace años, cuando rompía veintitantos, compartí otra terraza fascinadora en una casona de Vegueta con una morena de ojos verdes y una rubia de ojos azules. El arte rondaba sueños y el Centro Atlántico de Arte Moderno los encendía. Luego la vida da vueltas, pero Vegueta y el CAAM y la morena y la rubia continúan amoroseando.

Después del Negroni cayó una botella de cava en un balcón con vistas a las palmeras de Doramas. Recuerdo otra botella, esta de champán, que cayó con otra morena en la cafetería del Mencey, la misma que frecuentaba Luis Alemany, a quien vi hace unos días Rambla Pulido abajo. Pasa el tiempo, pero para Luis Alemany, el de la coña marinera, parece que no pasa.

Antes del cava y del cóctel bebimos unas cuantas copas de vino. Todos canarios y todos riquísimos, especialmente el último: una malvasía aromática de La Palma. Los caldos sin filoxera se celebraron en el restaurante Poemas (un sol Repsol) de los Hermanos Padrón junto a un suculento menú degustación en donde la molleja, a mi gusto, sobró. Cuestión de gustos. Nunca he sido de mollejas. El Poemas va lanzado hacia su primera estrella Michelin. Más encanto para la gran propuesta gastronómica del Santa Catalina. Si bien, para sortilegios, las conversas entre la gastrónoma, María Dolores Delgado, y el sumiller del Poemas, Esteban García.

Versos canarios de Juan Carlos y Jonathan Padrón. Versos canarios de Pedro García Cabrera (“Una día habrá una isla / que no sea silencio amordazado”), Agustín Millares (“Languidece el poeta si la tierra se enfría / cuando no hay corazón ni justicia ninguna”), Arturo Maccanti (“Al final de los diques / habrá siempre una barca / húmeda de nieblas / nocturnas”), Emeterio Gutiérrez Albelo (“Me encontraba escribiendo / a oscuras / y en un frío aposento. / Si encontraba alguna claridad, tenía / que cerrarme los ojos / para poder hacerlo”) o Pino Betancor (“Pobre pequeña Norma, tan sencilla, / como una rebanada de pan recién / cocido, como un vaso de leche dulce y tibia, / con tu risa de flor y limonada”). Siento un escalofrío, comparable, seguramente (no sé), al que sintió Cecilia Domínguez al escuchar la voz de la poeta.

Como el náufrago de Manuel Padorno aterrizo en Las Palmas, pero no nomadeo. Me quedo en el Santa Catalina, en su Bar Carabela y en el Salón Miguel Martín-Fernández de la Torre, bajo las arañas de Murano y lindero a la belleza y flacura de Rita vestida (divine) por Pedro Palmas (divino). Luego, Rita se duchará con tul en la Suite Presidencial.

Regresamos a Tenerife y almuerzo con la gastrónoma y el farmacéutico Joaquín Feria en el club de golf de El Peñón, entre palos, greens y pajarillos, esos canarios que reivindicó Leoncio Rodríguez. Cae la sobremesa y las palabras, siempre más anchas que los labios, recitó Luis Feria (todo queda en familia), seducen la tarde.

La ocasión propicia un regalo al intelectual: el libro Letras nuestras, magnífica miscelánea literaria recién editada por la Academia Canaria de la Lengua.

Y con la gastrónoma conejera, a otra viña.

Volcán.

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