Paco Pomares y Lucas Morales, organizadores del Salón Internacional del Cómic y la Ilustración de Tenerife entre el 22 de octubre y el 14 de noviembre próximos, deberían lucir crespón negro al hacerse pública hace unos días la quema en Canadá, en 2019, de cinco mil libros de Tintín, Lucky Luke y Astérix y Obélix. Una asociación de escuelas de habla francesa consideró que mostraban prejuicios contra los pueblos indígenas norteamericanos. ¡Porca miseria! ¿Cuándo le tocará el turno a Mortadelo y Filemón? ¿A Mafalda? ¿A Tarzán? ¿Qué colectivo vilipendiado atacará entonces a los personajes de Ibáñez, Quino y Edgar Rice Burroughs? ¿Feministas obcecadas con la paridad? ¿La industria de la sopa? ¿Las tribus del África negra molestas con el rey de los monos?
El revisionismo desmedido de contenidos sin perspectiva histórica también llega al artisteo, tanto que José María Cano se opuso con rotundidad en 2018, a propósito del talent-show Operación Triunfo, a que eliminasen la palabra “mariconez” de una de sus canciones. Últimamente, una polémica similar ha afectado a David Summers con su “sufre mamón devuélveme a mi chica”.
Las personas ofendidas crecen de forma exponencial. Visualizan su quemazón en el mundo real y digital. Arde París y arden las redes en una gravosa viralidad que fanguea en el espumarajo de una orilla iracunda sin contraste, análisis, estudio, serenidad… Lógico que en este medioambiente los libros incomoden. No es nuevo. La distopía de Ray Bradbury en Fahrenheit 451 cobra vida una vez más. El escritor estadounidense escribió esta novela a principios de la década de 1950 después de que la barbarie nazi quemase libros y seres humanos. Ahora la historia, a su manera, se repite: historietas pasto de llamas analógicas y agresiones inventadas (o no), al tiempo que desde las cloacas de algunas redes sociales un desatado terror verbal golpea inmisericorde con cientos de infames caracteres.
Veinte años después de los atentados terroristas suicidas contra las dos torres gemelas del World Trade Center de Nueva York, el Capitolio de Washington y el Pentágono de Virginia, que se cobraron cerca de tres mil víctimas mortales y más de veinticinco mil personas heridas, la violencia de la sociedad nuestra, no necesariamente manchada de sangre, va a peor. Preocupa la involución maniquea que polariza bandos, jaurías sedientas de hostilidad. La intransigencia ideológica talibán, de vuelta en Afganistán tras el fiasco occidental de dos décadas de ocupación, es un virus que contagia reivindicaciones globales con odio, insulto, mentira, manipulación, hoguera… Desconcierta que quienes lideran voces libertarias (en la política, en la universidad, en la cultura…) sean las mismas que alimentan actitudes sectarias. Paradoja. Conmigo o contra mí.
Tanta destrucción y agravio contamina las luchas necesarias que todavía hoy son importantes. Me quedo con el talante de Atticus Finch, el abogado que en la Alabama racista de 1930 decide defender a un negro acusado de violar a una niña blanca. Paciente, íntegro, valiente, instruido, tolerante… desafía con sosiego y firmeza al linchamiento, a la coacción ruidosa. Su empeño para que la sociedad dominada por el enfrentamiento sea menos hostil y más afectiva es ejemplar.
Pese a los valores que desprende el maravilloso clásico de la escritora Harper Lee, premio Pulitzer en 1961 y cinematografiado por Robert Mulligan en 1962 (magistral Gregory Peck), Matar a un ruiseñor es una de las diez obras más censuradas en las bibliotecas de Estados Unidos por su temática segregacionista. Pena. Tendremos, con Bradbury, que colonizar Marte y escribir crónicas alejados del disparate. Y hasta allí también correrá el colega Tintín para huir del fuego de la reconciliación. Se trata, justifican las escuelas incendiarias, de “enterrar las cenizas del racismo, la discriminación y los estereotipos con la esperanza de que crezcamos en un país inclusivo donde podamos vivir en prosperidad y seguridad». Silencio.