Ilustración: María Luisa Hodgson

Unos cuantos escolapios del 68 cantamos recientemente el Himno Calasancio en el Real Club Náutico de Tenerife. Es tradición y no lo hemos olvidado después de decenas de primaveras alejados de las Escuelas Pías. El Hispano Inglés de Pedro Julio García-Panzano y Álvarez-Ugena compró el colegio en 1979 y las aulas y patios que habían sido del padre Policarpo y demás curas se poblaron de uniformes y pibas que llevaban falda. Las hijas del director, Conchi y Eva, se posicionaron sin dificultad, mientras que Ana Yuste, aparición celestial, turbó a más de uno. Los colegios de órdenes religiosas (La Pureza, Dominicas, La Salle, Hogar Escuela…) ofertaban en aquellos años educación diferenciada, no así el Hispano Ingles, el Alemán, el Luther King, el CEU, el Fide, el Nuryana de Clímaco, el Militar o el Montessori del Mae.

Jugábamos a montalachica, a marro, al trompo y a los boliches (chis caga). Un venezolano (codiciado nácar) se cambiaba por veinte palomitas (las vacotas también se valoraban), de gongo en gongo o pateando una pelota rompíamos los pantalones a la altura de las rodillas y en las excursiones, tras cantar en la guagua “Oh mamá, bandera tricolor”, nos tirábamos piedras. Hoy no se lanzan piedras, sino wasaps que se descubren ante la progenie excitada, autoridad cansina y gabinete psicológico. Entonces, las criaturas ofendidas se vuelven gilipollas.

En nuestro curso había cuatro clases y el D solía ganarlo todo. Imponía el liderazgo de Domingo de la Rosa. El A y el C lo intentaban con Eugenio Baquero y José Martín Guerrero, pero a la hora de rematar la jugada se venían abajo. Cartuchos mojados. El B, por su parte, apenas contaba. Buenos chicos, eso sí. Parecían del Fide: verdes y amarillos. Todos éramos hijos del Baby Boom y las señoritas María Adela, Carmen Julia, Juana María Oliva y María Teresa, nuestras segundas madres. Más tarde llegaron Casañas, don Rigoberto, Manuel Cabrera (que fue presidente de la Federación Insular de Ciclismo), don Lorenzo, don Jorge, Ramón Minguela, don Aurelio, Pedro Calvo… y una recién licenciada Malocha, hoy profesora en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Laguna.

José Carlos Hernández Rizo impartía Gimnasia sobre el asfalto y en las gradas que se subían y bajaban a pies juntillas. En la temporada 86-87 entrenó al Canarias y logró el sexto puesto en la Liga ACB, clasificación que solo ha superado el actual Chus Vidorreta. Con Hernández Rizo estrenábamos y destrozábamos los tenis Adidas Atalaya hasta que aparecieron los All Star de cuero.

Las Escuelas Pías tenían capilla y en ella, bendecidos por una cruz de madera al cuello, hicimos la primera comunión. Para algunos fue la primera y la última, aunque, eso sí, en encuentros festivos y envites (¡chico fuera!) voceamos con agrado, Haresh Mattani incluido, eso de “buenos, sabios y cristianos”.

Cuando el Hispano Inglés aterrizó en las Escuelas Pías el CEU se hizo con el Quisisana (en la actualidad, de nuevo, bajo la intercesión de san José de Calasanz). Y hasta allí, desde la Rambla, emigraron estudiantes y algún docente, como Sergio Hernández, con el tiempo, director de la FuFa.

En la EGB fuimos felices entre valores, deporte, vacilones, juegos y exigencia académica. Teníamos que estudiar. No quedaba otra si querías aprobar y sacar nota. El esfuerzo y la generación de hábitos de trabajo y responsabilidad se notó luego en el Bachillerato, que la mayoría pasamos en el Teobaldo Power, Andrés Bello o Poeta Viana, y en la Universidad. Tuvimos suerte. No sufrimos los despropósitos pedagógicos y de pancarta de quienes ahora se empeñan en regalar aprobados para que el alumnado (quejumbroso y mal preparado) no se frustre. Es la consigna.

La EGB y las cuatro y queridas primeras letras del abecedario fueron nuestra mejor escuela.

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