Ilustración: María Luisa Hodgson

Viajar en avión ya no es extraordinario. Es como si cogieras una guagua. Antes, no. Antes, incluso, había que vestirse guapete. El pasaje costaba una pasta, así que lo de ir guapete tenía su lógica burguesa. Ahora, no. Ahora puedes ir en cholas y pantalón corto. Será porque puedes pillar pasaje por dos duros. Incluso, por menos. Que se lo digan al periodista Javier Obregón. Normal, entonces, que el dress code vaya en sintonía. Eso sí, al contrario de lo que acaece en el tranvía o en la guagua, y siempre que no vuele el Lobo de Wall Street, no hay malcriadeces, vociferios y patas sobre los asientos. Será porque en las alturas hay azafatas estilosas y azafatos peripuestos que, si se tercia, te ponen en tu sitio. El uniforme y la compustura imponen. Además, al embarcar reparten toallitas refescantes que molan mogollón las uses o no. Luego, como en el Heliodoro, pasa el carrito con pipas, cola y antibabies (un decir). En Binter, a la salida, te obsequian la tradicional Ambrosía.

En el tranvía y en la guagua no hay azafatas acicaladas ni azafatos lustrosos ni toallitas higiénicas ni carrito de la compra ni chocolatinas. Por eso, el lajerío campa a sus anchas. En ocasiones, en el Tranvía, se suben securatas cachas con tatuajes que dan miedo. Luego se van y el lajerío vuelve por sus fueros. La historia se repite tras la irrupción de la pareja revisora de turno en caza y captura. A veces pillan a alguien que no ha validado el bono. La casuística que lo justifica es infinita. A llorar al valle.

Los aeropuertos tienen su encanto. Que se lo digan a Viktor Navorski (Tom Hanks) en el John F. Kennedy de Nueva York. Una vez pasé la noche en una terminal. Duermevelas. Es una experiencia que todo ser humano debería experimentar, al menos, una vez en la vida. O sea, como escribir un libro, tener un hije y plantar un árbol. Yo cumplo.

Otro cantar es el control de seguridad. Lo de quitarse el cinturón y el ojo de cristal (un suponer) es un fastidio. Hace tiempo que no me cachean ni golifean dentro de la maleta ni meten las narices en mis gayumbos. Registro aleatorio, decían. Será que a día de hoy tengo mejor pinta y no levanto sospechas de maría.

Las instalaciones aeroportuarias dan pie, asimismo, al igual que sucede en El Corte Inglés o en Las Teresitas, a encontrarte con o a avizorar en la distancia aunque fulgure la mascarilla. El caso es que, entre el gentío de guiris y paisanaje, descubro, emperifollado con traje y corbata, a Alberto Bernabé. Ya no está en política ni es el delfín de Carlos Alonso, pero ahí sigue, culo inquieto, incansable y con el pelo más blanco. Parece que fue ayer cuando empezó a despuntar en el Ashotel de Guillermo Braun. Veo, igualmente, al catedrático (ya jubilado) de Microbiología, Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de La Laguna, Antonio Sierra, uno de los  integrantes del Comité Científico de Emergencia Sanitaria de Canarias contra la Covid-19. Acompaña a su mujer, Cristina Sopranis, siempre guapa y estilosa, que fuera directora del Servicio de Deportes de la ULL, y a su hija, la diseñadora Verónica Sierra (Little Pretty). Con billete hacia la Capital del Reino, visitarán, presiento, el Salón Internacional de Textil, Calzado y Accesorios de Madrid (Momad). Tampoco se escapa el nuevo presidente del PP canario, Manolo Domínguez. Luce una americana beis que le avejenta y habla distendido con no sé quién. Seguro que comentan el voto afirmativo del diputado Alberto Casero a la reforma laboral del PSOE. ¡Será tolete!

Mi avión despega de Los Rodeos a las diez de la mañana y regresaré, Dios mediante, más pronto que tarde. Agur.

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