Ilustración: María Luisa Hodgson

Mi única aproximación al islam ha sido a través del libro La vida de Mahoma escrito por Washington Irving, quien, tras quedarse embaucado por el embrujo de la Alhambra y escribir sus célebres cuentos, decidió biografiar la existencia del profeta (La Meca, 575 – Medina, 632). Mucho ha llovido desde entonces e inmersos ya en el tercer milenio no es de recibo que haya mujeres musulmanas que tengan que usar hiyab, niqab o burka según el nivel de intolerancia al que se sometan, proceder machista que revela el sistema patriarcal imperante en la sociedad islámica. Bien es verdad que en ambientes más flexibles no existe rigidez a la hora de vestirse, como defiende la pseudofeminista ceutí Fatima Hamed Hossain, líder del partido Movimiento por la Dignidad y la Ciudadanía. Pero, entonces, ¿por qué los hombres no contemplan la disyuntiva de cubrirse? ¿Por qué la decisión solo afecta a las mujeres? Todo esto rechina. Además, la realidad es que ocultar la testa con un velo no es una opción en la mayoría de entornos mahometanos. Es una obligación.

La guerra santa y sus variantes extremistas también son harina de este costal, lacra religiosa que, de igual forma, sostuvo la Iglesia católica en la Edad Media al amparar las Cruzadas. Por fortuna, lo de blandir espada contra el infiel se quedó en el Medievo, no así la violencia sectaria que todavía, en la actualidad, está presente a través del yihadismo, ideología fanática que justifica cortar cabezas, someter sexualmente a mujeres y usar el suicidio como arma. El Corán nada dice sobre estas barbaridades, pero, por desgracia, las vemos en grupos como Boko Haram, Al Qaeda y otros. Aparte, existen regímenes como el de Irán o el talibán en Afganistán en donde se vulneran derechos esenciales, y fundamentalistas sin fichar que se toman la justicia divina (un decir) por su mano. Lo hemos visto, hace una semana, en el ataque a Salman Rushdie en Nueva York. El escritor de 75 años, contra quien el ayatolá Jomeini emitió una fetua en 1989 pidiendo su muerte, fue apuñalado diez veces por el joven estadounidense Hadi Matar. Las fetuas, por cierto, son decisiones de los muftíes o especialistas en la ley islámica que pueden tener fuerza legal.

El autor de Los versos satánicos encendió la ira de la comunidad musulmana en 1988 al considerar el libro un insulto al Corán. Fue prohibido en numerosos países y Jomeini, aparte de la fetua citada, ofreció una recompensa multimillonaria por su cabeza, lo que obligó a Rushdie a usar escolta y vivir escondido durante años. Motivos no le faltaban. El traductor al japonés murió apuñalado en 1991, mientras que el editor noruego y quien se afanó en pasar la novela al italiano escaparon de milagro. Con el tiempo, la amenaza pareció caer en el olvido. Incluso, voces autorizadas de Irán la dieron por conclusa, No obstante, la venganza es un plato que se sirve frío. Alí Jamenei, actual líder supremo de Irán, lejos de condenar el atentado declaraba hace unos días que la fetua jomeinista es como «una bala que no reposa hasta dar en el blanco». A su vez, periódicos radicales (Kayhan y Jorasán) no se han andado con chiquitas al publicar titulares elogiosos hacia el agresor: «Mil bravos a la persona valiente y obediente que atacó al apóstata y malvado Salman Rushdie en Nueva York» y «Satanás de camino al Infierno».

Felizmente, Salman Rushdie se recupera de sus graves heridas en un hospital neoyorquino, aunque podría perder el ojo derecho. La libertad del escritor continuará latiendo pese al fanatismo anacrónico que actúa en el nombre de Alá. El ser humano, cualquiera que sea, no merece pañuelos, miedos ni coacciones al pensamiento, a la creación artística. Malditas tiranías.

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