Ilustración: María Luisa Hodgson

La callecita está duchada. Ha llovido. Por la mañana el cielo era azul pero luego, en el ínterin de pausados truenos, se volvió gris. Ahora, de nuevo, es azul, aunque el azul huele distinto. Huele a mojado. El chaparrón ha dejado charquitos en la calzada, charquitos que brillan entre casonas medianeras de fachadas amarillas, moradas, azules, ocres… con sus balconcitos de hierro forjado, macetas con plantas y farolas garigoleadas. Entro en una tiendecita coloreada con antigüedades y famélicas y turbadoras catrinas. Una señora alambicada que parece muñeca de porcelana observa sentada en un silloncito. Da indicaciones para que me sigan entre las habitaciones atiborradas de lámparas, espejos, sillas, jarrones, vitrinas… La chamaquita no me quita ojo («Gusto servirle, señor»).

De nuevo en Los Sapos (así se llama la callecita), una jovencita divertida y peripuesta posa ante un fotógrafo que dispara ráfagas. No son turistas. Tampoco es una producción editorial que encienda vanidades. Camino y una iglesita asoma. Numerosas personas hacen cola para rezarle al Señor de las Maravillas mientras escuchan el canturreo de dos vendedoras ambulantes que se turnan en el afine: «¡Escapularios, cirios, veladoras…!». El estado de Puebla es el territorio con más iglesias del Mundo. La cercana Cholula (ciudad mágica) presume de tener 365 templos católicos, uno para cada día del año. Esta exaltación del patrimonio arquitectónico religioso se debe a que la ocupación española tras la conquista (1519-1521) llevó consigo la encomienda de construir iglesias sobre los teocallis, basamentos piramidales prehispánicos levantados para adorar a sus dioses: Quetzalcóatl, Cihuacoatl, Coatlicue… Quítate tú pa’ ponerme yo. Impresiona el santuario de la Virgen de los Remedios, edificado en Cholula sobre la pirámide Tlachihualtépetl, la más grande del Orbe. Brindamos con clericot.

La calle, otra calle, cualquier calle, desborda decenas de puestecitos de comida con chalupas, enchiladas, moles, enfrijoladas, quesadillas, tortillas, totopos, buñuelos, yemitas y tacos y más tacos: de cecina, camarones, dorados, pescado, barbacoa, al pastor, cochinita pibil… Un sinfín de antojitos viste la noche festiva que canta y no llora. La gastronomía mexicana, patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, inunda la mirada tragona de olores, fuegos, sabores, tonalidades y sazones. Bocados eternos. Concierto de botanas insaciables: molotes, cemitas, pelonas, esquites, elotes y chanclas (gustoso pan de sal con pollo, aguacate y salsa de axiote). Gracias Michoacán y gracias a todas las cocinas aztecas. Gratitud eterna a sartenes, ollas y platillos, y a las manos benditas que aderezan tantas lindezas.

Tiempo, también, de chiles en nogada para que brillen las vistosas granadas desgranadas en una enseña con perejil y una milagrosa crema blanca de almendras, nueces de Castilla, vino de Jerez, queso… Placer mundano que eleva al cielo la creación de las monjas agustinas que alimentaron al hambriento Ejército Trigarante de Agustín de Iturbide durante la Guerra de la Independencia. ¡Viva México!

Estamos en fiesta y gritamos junto al Cura Hidalgo, el padre de la Patria. El compás del Huapango quiebra corazones. Cada acorde es México, cada raspe de la güira invita a la celebración y al mezcal. México sinfónico, querido y dulce. Madrugada de cumbia y ritmos acogedores en casa poblana. La casa de Marta es nuestra casa colombiana, cubana y canaria. Bonita noche arropadora, ideal para el pozole que se saborea, reposón, con cuchara. Maíz (millo), carnita, verduras, especies… Pláticas, mezcalitos y bailes atorados y refulgentes con aires de Cali… No sabes si vives o sueñas. En la familiar casa de Marta está permitido abrazar, compartir, dar, querer… Amada coreografía que en gerundio es un entrañable Amando, hacedor de risotadas y zapateos. Bonita noche. Sí.

 

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