Ilustración: María Luisa Hodgson

Escribo y leo poesía mientras Elvis calienta el frío y envuelve el silencio. You are always… Chasquidos de dedos, pelvis y versos de Luis Feria. Luces apagadas. Se va febrero, se va el invierno y mañana, 1 de marzo, no veré tus ojos tiernos. Paso la página y es primavera. Florecen los almendros del aparcamiento de Guajara entre palabras que, asienta el poeta, son más anchas que los labios y mayores que la vida, la ausencia y la infamia. A veces los labios tienen ampollas nerviosas que duelen e incomodan a las palabras. «Nada es para siempre; anoche, la lluvia, ahora el sol de frente».

Con Luis Feria me acuesto y con Luis Feria me desvelo temprano. Gracias, Joaquín, por regalarme la obra lírica de tu hermano, vate apreciado que falleció hace veinticinco años en la orilla: «Sobre los pies del agua descanso cuanto he sido. / Le sumo mi tristeza, mi airado preguntar, / como un soldado solo que después de la guerra / sobrevive y pregunta de qué valió la sangre / y llora sobre el pecho enmudecido / de cualquier muerto amigo que ya no le responde. // He venido / al mar que se destruye para no morir nunca».

El poeta nació en Santa Cruz de Tenerife en octubre de 1927, días después de que Francisco Martínez Viera, Matías Real y Víctor Zurita fundasen el periódico La Tarde. Años convulsos, infancia, adolescencia e inquietudes académicas, intelectuales y vitales en el superviviente Madrid de finales de los cuarenta y principios. El joven queriente se desteta en la edición española del Reader’s Digest, entrañables lecturas en hogares de papeles pintados, sillones de escay y revisteros junto al inodoro. Cafés, encuentros literarios, deambules, ávidos pechos, baladas a fuego lento que toman conciencia. Y el premio Adonais en 1961: «Acaso / nos quede solamente levantarnos temprano / y empezar otra vez sabiendo que a la noche / nada nos quedará”.

Apunta Antonio Álvarez de la Rosa que Feria nunca fue un dechado de relaciones públicas. Antipatiquismos de familia que se heredan. Nadie es perfecto. ¡Bah! Hay personas esquivas al romanticismo y sin embargo te quiero. Fascinante química palpable: «Yerba de sol y viento, estío inacabable / tu cuerpo con mi cuerpo; no existe otra verdad».

Regreso a Nivaria, a casa desde el Mundo y su cansancio. Intimidad en las acogedoras estancias que nunca se fueron del todo. Instantes alargados junto a su mamá madre que fallece en 1990. Habitación callada… “Soledad: nada más. / En ti me reencuentro y verifico; / tú, mi veracidad”. El corazón de Luis Feria se apaga lentamente. Ni la concesión del Premio Canarias en 1993 (no va a recogerlo) enciende la tarde agazapada. No ilusiona el mundo de ínsula, ombligos grandilocuentes que no levantan un palmo. Desaparecer enriquece más que la ínfula. Al perro viejo instruido no se le engolosina con terrones dulces, gloria de la fútil política complacida. Las Arras (1996) sentencian: “Esplendor para nada; / cuando callan los pájaros / tú acabas”. Desaparecer para crear en sosiego, pensar y llorar a solas. Éxtasis, dolor y aliento de letras que dan vida y sangre. Comienzos, finales y comienzos (de nuevo) en insistentes combustiones de búsquedas latientes. Y sus demonios: “Placenta fiel, no sé de quién soy sueño, / por qué la primer muerte es el nacer. / No me basta una rosa para los días tristes: lléname todo el pecho con tu consternación”.

El escritor fenece en 1998. Quebrantos. Me refugio en el calor de la poética que se dilata en alma. Cuando fuimos y somos. ¿Miedo? “No existe lo imposible, el poema lo niega”.

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