Ilustración: María Luisa Hodgson

La librería El Atril de Santa Cruz de Tenerife cerrará a final de mes. Alberto, su propietario, se jubila. Los libros, no. Los libros envejecen pero no se jubilan ni mueren por causa natural. Pueden quemarse, romperse, acabar en la basura o abandonarse en cajas o habitaciones oscuras. También cogen polvo en las estanterías, sobre todo cuando no se mueven. Los libros hay que moverlos y ojearlos. O sea, dedicarles atención. Lo normal si algo o alguien importa. Si no, olvidamos que existen o los vemos como arretrancos o papel pintado. Olvidamos las palabras y lo que estas, pausadas, cuentan. Los libros son un tesoro y, en ocasiones, se disfrutan con una botella de ron añejo.

A los libros hay que cuidarlos. Deben tratarse con deferencia. Y si son mayores, lo correcto es usted. El tuteo llegará cuando las páginas sean amigas y compartas confidencias. En ocasiones, apretones. No es mi caso. El cuarto de baño está para lo que está: pim, pam, pum, fuera.

De un tiempo a esta parte siempre me acompaña un libro escrito por Francisco Umbral. Lo leo y lo releo. Somos colegas. Viaja en mi mochila naranja junto al ordenador portátil, cables y dos yogures. El otro día, sin querer, en el ajetreo, se dobló el papel de la cubierta. Nos dolió la cachetada. Actué rápido y la doblez no ha ido a mayores. Desde entonces va en primera, en un compartimento vip donde estirar las piernas y conciliar el sueño después de manises, champán o verdejo.

Quien mantiene una relación exquisita con los libros es el arquitecto Jorge Gorostiza, exdirector de la Filmoteca Canaria. Arropados en un tratamiento antiaging los abre con delicadeza, no más de noventa grados, para que no pierdan la forma, la compostura. Siempre están como nuevos, no tienen arrugas. Se conservan eternos en formol, en un espá, en las termas de Caracalla. Su biblioteca es cartesiana, diría que perfecta. Todo en ella está ordenado con criterio racional y estético. No improvisa, no ha lugar la desgana, el descuido. Los afortunados ejemplares de cine, bellas artes y cualquier narrativa viven en Jauja. Quién fuera libro en casa de Jorge y Ana.

A pocos metros de El Atril, en la misma acera de la calle Suárez Guerra, tenía el estudio de arquitectura Carlos Schwartz. En una de las paredes colgaba una fotografía de la biblioteca del escritor Domingo Pérez Minik. Cubría en blanco y negro un paño de pared. La obra repleta de volúmenes verticales y, algunos, horizontales, no pasaba desapercibida. Y de perfil, presidiendo la imagen, un sillón de Maricastaña, un sillón de fumar, un sillón de siesta y lectura. Quién fuera culo en ese sillón de cabezadas.

Un libro no se presta. O sí. En ese caso lo pierdes. Suele pasar. Aunque tampoco es un drama. El trasiego de letras impresas es vital para el intelecto, tan necesitado de sosiego y laurel en rama. Es un hervor de energía frente a la frenética pantalla digital, botellón y litrona, meadas rápidas, buche de cerveza sin ganas, aquí te pillo, aquí te mato, cuerpos peludos y depilados desde las cejas hasta las uñas de los pies. Apariencia. ¿Y si me voy con el espíritu de Sánchez Dragó a Oriente con el colega argentino, el tigre de Bengala, el motorista de Nueva Delhi, el barón siciliano y el canciller de Estambul? No sé. El camino del corazón inquieta. El callejón acostumbrado parece no tener salida. Miras cortas y habitaciones solas sin visos de chapa y pintura.

Femés, en Lanzarote, es otra opción. Leería a la sombra Mararía y escribiría párrafos y versos desterrado en el silencio del viento. Sin olfato. El último día corpóreo se aproxima y la sintaxis intenta ordenar la vida que se escapa, estúpida, atrapada en una trampa para gatos estériles. Pero la vida, como una novela, sigue todavía.

Archivo