Ilustración: María Luisa Hodgson

Encuentro un verso olvidado de Luis Cernuda: «Algún día seré todas las cosas que amo», espera latiente para cuando la jubilación hastíe, el cáncer terminal asome, el frenesí cese, la música auricular canse, el vértigo paralice, gane la ruina, el coche se pare, el estrés colapse, la soledad angustie, la sopa esté fría. No sé. Luego, identificarse con las cosas que amo. Reencontrarse, por ejemplo, con el yo corrupto, frágil, incansable de mirarse frente al espejo con la boca grande y una mueca desnuda. Narciso en maceta distante de llantos próximos, persistentes y solos. Mi día, mi noche, mi meme, mi mascarilla (todavía) y mi sexo. Revuelo del ser.

Otra opción es darse, renunciar a las fresas con nata, a la siesta, al argumento. Por ti. Amor, incluso, en la niebla más densa. Condecoraciones de silencio sin aplausos que llevarse a la tumba. ¿Qué es el éxito? Depende del caudal de la renuncia, de no cargarse de razones, de librarse de ideales de felicidad. No cuentes cuentos chinos. Suficiente una amapola en la cuneta del camino.

Las cosas que amo se materializan también en la cubertería de plata, en el plástico de la tarjeta, en la mierda de marca. Adoramos a los accesorios del cuerpo con la trampa del hambre insaciable, irracional, impávida ante los cadáveres en las esquinas. Tanto tengo, tanto poseo al mundo cosificado, siempre en riesgo de quebrarse. Incendio incontrolable para satisfacción de quienes dirigen las fábricas de golosinas.

En medio del foco, en la vanidad de la alfombra roja, en el desinterés, en el ruido de aristas y penas ajenas, La utilidad de lo inútil adelanta algún día. El ensayo que firma el profesor italiano Nuccio Ordine no demora coger la mano, no da tiempo a la prórroga, no posterga el arreglo de averías. En él me arregosto, relamo mis heridas con la belleza inservible, con palabras que alimentan el alma, eso inmaterial que se turba con la charlatanería, con el estruendo de la deshumanización, con la violencia perpetua lubricada en pornografía, en comisuras manchadas de grasientas salsas de zafiedad. La vida caníbal asociada a la «dictadura del provecho», del «utilitarismo», del «intercambio comercial», grita voraz en el griterío social de la complacencia pública.

Adolescentes en aulas de inopia, mujeres y hombres a ras de suelo que no llegan al alféizar de la ventana para mirar alto y conquistar corazones plenos, respiran alientos adocenados en carnes agujereadas alejadas de la virtud. La cultura se apaga en la ardiente telefonía móvil, en la carcajada animal y pusilánime. La edad de la ignorancia, que retrata Antonio Muñoz Molina, crece sin pudor. El espectáculo del bla, bla, bla se extiende como la pólvora en cualquier ámbito. Ofensiva bárbara que alimenta vertederos, fantasías y siglas políticas.

No espero más. Hoy me cubro con el barro medicinal de esencias inútiles. La presencia insondable de saberes literarios, filosóficos y artísticos engalanan mi éxtasis. Son ganancias transparentes sin necesidad de portales, clímax para amantes que conquistan el paraíso abrazados al sintetizador de Vangelis, misticismo que inspira estados de gracia en el fragor del orgasmo sereno.

Timbales, redobles, trompas, polifonía, alegres amaneceres en labios, flores y encantos. Sueños infantiles para la vida entera. Si no, no vale la pena.

El mirlo, la gaviota y la necesidad de dar un paso adelante. Despierto hoy porque alguien llamó a mi puerta.

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