No sé si lo mejor del concierto de Sting del sábado 3 de junio fue el concierto de Sting o el andar que vino después a la luz de la Luna. Probablemente, lo uno y lo otro nunca se olvidarán. Protagonizan estas líneas que se escriben en la penumbra y en un teléfono móvil.
La noche propició caminar de nuevo en campos dorados, enredarse en colas de cabello, recordar aquella fotografía en un campo de cebada. Trajo esperanza y amenaza de tormenta que apenas lloró lágrimas antes de que el Sol cayera.
A pocos metros del punteo de una acústica sentimos cerca lo frágiles que somos en lo ordinario y a los pies de los caballos, frágiles al estoque de cualquier espada que atraviesa el corazón y su forma. Cuando la partida pinta bastos, cuando los días se han acabado o el amanecer desafina, da igual ser inglés en Nueva York, beber café o té. Entonces echamos de menos cada aliento, cada paso, cada palabra, cada promesa, cada despertar tocante.
Police y demás bandas de referencia forman parte de la memoria del Baby Boom. Son cultura, iconografía, de la cansada, descreída y líquida generación de la EGB que tanto visita el Tanatorio de un tiempo a esta parte, tutela a millenials y soporta a esponjosas camadas del XXI embebidas de reguetón y rap, y no tienen ni puta idea del Naranja Schweppes con burbujas de Every breath you take.
Dios nos juntó sobre el césped de Pelé para corear y mover despacio la renqueante espalda frente a la fibra del setentón Gordon Matthew Thomas Sumner, alias Sting. El cabrito duerme en formol.
En Adeje resplandeció Roxanne y el compás de su imaginario, luz roja que dejamos entrar y alejó por un rato la gravedad de la tierra quemada. Alienante espectáculo próximo a la costa de oro de Tenerife, fragor de resuenos, escalas y cantos globales.
Joe Sumner, carne de la carne, rompió el fuego. Fue el telonero, pero la sombra del aguijón es alargada. Su padre paró el instante. En un segundo, o menos, nueve mil almas dejamos de respirar. Sin dilación orientamos cabezas, apuramos cervezas, enterramos el mañana. Suspiramos y sucumbimos al mensaje en una botella reclamando un hogar.
Tras tomar conciencia comprobamos que vivir a través de una pantalla no es lo mismo. Preferible el sentimiento en vivo a través de la mirada sin filtros. Solo compro el vídeo, la fotografía, para un momento. La realidad enlatada no merece la pena sin piel de gallina, sin el tacto de tu mano. ¿Quién quiere Instagram si pierde la vida entera?
Y en el destierro del sueño abrimos los ojos a las ensoñaciones del desierto de Las mil y una noches. Buscamos rosas en la arena (eh-le-yeah-le) y de nuevo, sin darnos cuenta, nos entregamos al oleaje del Artista. Una y otra y otra y otra. Rápido. Un, dos, tres. Brincamos con la multitud en medio de heridas. So lonely. Marejada querida hasta el final.
De regreso al medioambiente humano de barbas, depilaciones y microondas, perdimos el rumbo entre piedras, cardones, tabaibas y una meada que no marcó territorio. La aventura en el paisaje lunar llevó a ninguna parte. Chiflante locura. Luego rasgamos la guitarra y el SOS al Mundo nos devolvió al légamo de soflamas, cegueras y míseras razones.