Ilustración: María Luisa Hodgson

Los calores son hervores que calientan el cuerpo y amodorran el ánimo. En la Eterna Primavera no estamos acostumbrados a tanto bochorno: días tórridos y noches con sudores. Pero no son sudores de amores sino de aire seco y sábanas ensopadas. En madrugadas abrasadoras no alivian ventiladores, aire acondicionado ni ventilaciones cruzadas. La cama no es cama ni es nada. Distinto es calentarse y perder el tino. Entonces no hay cordura ni sabrosura. Solo wasaps infames, insolencias y una vida aparente que se va por el retrete. En ocasiones, incluso, los ardores nublan la lucidez y arrancas a pedradas con folelés o helicópteros bomberos. Al mago le falta riego. Hay que ser zoquete, cristiano. Otras veces, en el fragor de ambientes caldeados, el macho ibérico hace gala de genitales. El patrón, el gañán, el rancio cacique, revive el derecho de pernada con un pico extemporáneo. Tolete.

La ola de calor se lleva bien bajo el mar y en el rompiente. Los charcos son una buena opción. San Juanito vela por ellos y por los marciales cangrejos, pejes verdes y demás fauna del bajío. Escasean lapas, burgados y pulpos. Los charcos ya no son lo que eran, pero al menos no hay tumbonas que achicharren al Sol. Tampoco arena que queme. Sí procede calzar escarpines que faciliten la desenvoltura sobre las rocas, especialmente en La Caleta, Punta Prieta, Buenavista, Los Silos, La Guancha y Punta del Hidalgo.

Los charcos son sagrados al igual que el río Estigia. Están en el inframundo que separa el latido del reino de los muertos. Son remansos de esperanzas y sueños. En los charcos me remojo cuando abrasa la vida. Luego, en la secura escucho, veo caléndulas, violetas y girasoles ponientes. Subo el volumen y recuerdo el olor a tarajales. En los charcos nunca dejamos de creer. Nos dejamos ir. Flotamos a fuego lento, como al baño maría, inmóviles en la suave corriente o alegres en medio de la agitación del embate frío.

La temperatura alta y su alerta amarilla es un incordio en organismos de sangre fogosa. El ser humano no es de extremos, aunque siempre hay minorías que habitan en el límite y más allá. Estas rara avis retozantes en la inclemencia de la existencia parlotean en el escaño suyo para tomar colinas en guerras de banderas, gustan adrenalina y, en la desdicha, subsisten en sus heces.

Quejarse de los centígrados y en general quejarse no es opción recomendable. Sin soluciones eres parte del problema. Agotas al personal paciente. Mejor buscar remedio y elevarlo si tienes fe. Dormirse en el sopor después del almuerzo es rendirse a la siesta, asumir la derrota, reducirse a cenizas, anclarse en el yo resignado. El incendio en el monte se combate con cortafuegos, pilotos de hidroaviones y brigadas forestales que ataquen las llamas con denuedo. Idiota el último. A llorar al valle de los caídos. Los éxitos no vienen solos. Y si de refrescar el gaznate se trata: agua o cerveza. En la canícula más canalla las cafeterías son templos que alivian el entendimiento. Imposible discernir, conducir las riendas del lirismo, con la garganta deshidratada. Rizar el rizo en la suma aridez es chamuscarse a lo bonzo, condenar la lengua al ascua tras comer gambas al ajillo recién apartadas de la sartén ardiente.

Los sofocos y tormentos residuales se apagan a lo grande con tsunamis de aguacero. No valen dosis pequeñas, cuartas de vino. La tierra calcinada es estéril en mundos chicos con poco caudal de luz. Me sumerjo hasta el fondo. Una sirena me escolta lejos del rojo vivo hacia un cardumen de limones y flores.

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